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Mastroianni, pleno de felicidad, en 'Ojos negros'.
'Ojos negros', el triunfo de la mirada

'Ojos negros', el triunfo de la mirada

Chejov perfuma la vida. Mikhalkov traza una primorosa recreación del rastro literario. Y la poesía se cuela en la pantalla con ese poso agridulce que dejan las cosas sentidas por primera vez

Guillermo Balbona

Miércoles, 2 de marzo 2016, 12:51

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Es un filme rotundo porque está atravesado por el triunfo de la mirada. Su unidad poética nace de la argamasa sutil que engarza personajes, diálogos, escenarios y ese decir susurrante de la imagen instalada en la retina. 'Ojos negros' seduce sin empalagar porque interactúa con la elegancia y recita el amor y el desamor con la sensación permanente de que siempre hay una primera mirada sobre todo.

El cineasta de 'Una pieza inacabada para piano mecánico', Nikita Mikhalkov, firmaba su primera película no rusa, aunque solo si nos atenemos a criterios y parámetros de producción en este caso italiana, dado que su geografía creativa y moral nunca ha abandonado su país natal. Basada en tres cuentos de Chejov, 'Ojos negros' discurre como un magma de vida sentimental que parte de un relato oral a bordo de un barco ruso. Trayectos, pasado, presente y memoria entrelazados, conforman el viaje emocional, físico y sentimental que convierte a 'Ojos negros' en una travesía sobre el azaroso y monumental mar de fondo del amor. Entre sentimientos frustrados e ilusiones perdidas, el cineasta de 'Urga' toma 'La dama del perrito' y cataloga las formas del deseo. En lo lineal, 'Oci ciorne' es un mosaico visual que atraviesa la realidad a través de un microscopio pero también mide las distancias desde el cielo de la grandeza de amar.

Las historias cortas originales se funden en la nostalgia, en la intensidad anímica de Mastroianni, en la melancolía de escenarios como un balneario. Mikhalkov, exento de preciosismos y manierismos, construye un edificio evocador, profundamente romántico, sin aspavientos ni aparentes subrayados. Un itinerario por las entrañas de las emociones, donde tragedia y ternura enmarcan el silencioso discurrir de un golpe de amor que prolonga su huella y su dolor en el tiempo. El cineasta rueda en un presente imperecedero porque la suya es la crónica de unas emociones, tan válidas, reconocibles y empáticas independientemente de su datación histórica.

Como en 'Quemado por el sol', Mikhalkov revienta la superficie y dispone un crisol arrebatador, a veces impetuoso, otras desmayado, que invita a descubrir el fuego interno que habita en unas criaturas mediatizadas por convencionalismos, rituales y formas. Estamos ante una película radicalmente hermosa sin que nada esté magnificado, trampeado por la excelencia. Lo de 'Ojos negros' es sinfonía de cámara, bajo la que suena un largo flashback, una dirección contenida y una melodía donde presencia y ausencia dialogan con tono de coreografía nostálgica. Los personajes denotan y delatan más fuerza en sus evocaciones y apariciones, que en la propia presencia y declaración.

'Ojos negros' enfrenta lo inmaduro con lo ingenuo, la comedia con el drama sentimental, la pasión con la inconstancia, lo convulso con lo aparente. La dama del perrito aprende italiano escuchando ópera, el saber y el querer confrontan sus territorios y la palabra rusa 'sabatchka' es un mantra de búsqueda permanente.

Mikhalkov, hermano menor del también cienasta Andrei Konchalovsky, quien colaborara con Tarkovski antes de hacer una fugaz carrera en Hollywood, pasea por la felicidad y la melancolía -como Huston lo hizo por el amor y la muerte-, a traves de un episódico caleidoscopio emocional. Los recuerdos de Romano, el Masstroianni premiado en Cannes y nominado al Oscar, son los nuestros: los de las nanas maternales, los ojos de la amada (Elisa) y las brumas de Rusia, la de cualquier paisaje de infancia, fundacional e iniciático. Un filme cálido sobre el misterio del amor, el aromático caudal inasible que desprenden los recuerdos y el encanto de esa fantasía dramática en la que no deja de reconocerse a Visconti y a Fellini. Puertas y jardines, estanques y paseos. Fluye la vida asombrada de sí misma, se escapa el amor sin condiciones y todo lo que queda es una sabia mirada sobre la fragilidad de las cosas.

Como en casi todo Mikhalkov asoma un subliminal discurso de delirio surrealista y ternura idealista, donde el hombre y sus inquietudes muestran su sencilla complejidad. Una obra hermosa en la que late una singular musicalidad cinematográfica: esa fascinación apasionada, fragmentada en mil pedazos y oquedades de luz y sombra.

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