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En Barcelona conocí a un familia muy facha... El abuelo, de origen andaluz y descendiente de jornaleros, había estado preso en las cárceles franquistas por rojo. La abuela, nacida en el Ampurdán, había sido maestra. En casa a sus hijos les hablaban con toda naturalidad en catalán y castellano porque eran sus respectivas lenguas maternas. Y siempre habían votado a la izquierda. Cuando Jordi Pujol y su clan se hicieron con los destinos de Cataluña, los abuelos recelaron. No les gustaba Pujol ni sus políticas de derechas ni su nacionalismo obsesivo. Y eso que estaban lejos de intuir que encima era un evasor. A la abuela en particular le disgustaba que se desterrara el castellano de las aulas. «Esto es lo mismo que hizo Franco con el catalán pero al revés -solía decir-. Y no hemos salido de la dictadura para repetir sus errores». Un hijo estaba de acuerdo. El otro no. Entendía que el catalán había que imponerlo para defenderse de la invasión españolista.

En sus ratos libres a los abuelos les encantaba ir al teatro. Eran fans de los montajes de Els Joglars, donde un tal Albert Boadella, en catalán, le daba a Pujol hasta en el carné de identidad, y de los monólogos de Pepe Rubianes, que, en castellano, no dejaba títere con cabeza. Con el tiempo, fueron desolados testigos de la división entre sus hijos, que se dejaron de hablar por motivos ideológicos. Y tuvieron que soportar que una de sus nietas se negara a contestarle al abuelo cuando se dirigía a ella en castellano, por ser la lengua del enemigo invasor, según decía.

Ellos, que creían haberlo visto todo en la posguerra, presenciaban cómo la misma epidemia social del frentismo iba invadiendo su entorno. Ciertos amigos nacionalistas con los que solían quedar para cenar dejaron de llamarles. Algún vecino les retiró el saludo. Un día, harto de sectarismo, el abuelo decidió colgar en su balcón, como símbolo de hermandad, la senyera junto a la bandera de España. La mañana que la alcaldesa de su ciudad iba a inaugurar una calle con el nombre de Pepe Rubianes, el abuelo, que no quiso confesión, agonizaba en su cuarto... Estaba muriendo un rojo. Pero Ada Colau pasó frente a ese balcón y al ver la bandera española pensó en automático: «Ahí vive un facha».

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