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Zadorra, siglo XVI

Zadorra, siglo XVI

El conde de Salvatierra y don Diego Martínez de Álava, enemigos letales, se midieron en la determinante batalla de los comuneros

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Jueves, 1 de enero 1970

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1. La recreación

El 'efecto pine' a orillas del Zadorra

Karen Pine, profesora de Psicología en la Universidad inglesa de Hertfodshire, llegó un día a clase con una bolsa llena de camisetas de Superman y pidió a un grupo de alumnos que se las pusieran. Detrás de la desconcertante solicitud había una razón científica. La psicóloga estaba completando una investigación sobre las consecuencias cognitivas, sociales y emocionales de la ropa que nos ponemos y, ese día, pretendía averiguar si la indumentaria de contenido heroico es capaz de cambiar el pensamiento. La especialista concluyó que ese tipo de atuendos mejora la impresión de uno mismo y te hace sentir más fuerte físicamente. Vamos, que no solo somos lo que vestimos sino que, además, nos convertimos en lo que llevamos puesto.

El convento de Betoño, transmutado por EL CORREO en la cabina telefónica de Clark Kent, ratifica sin proponérselo el estudio de la profesora Pine. Enrique Gutiérrez accede a una de las estancias, habilitada como camerino masculino. A los diez minutos sale un fiero comunero. Ni rastro del director médico del Hospital Universitario de Álava que entró. Sus ojos, de un azul antártico, lo dejan bien claro. Esta tarde no va a Osakidetza. Esta tarde va a la guerra. «Yo quiero una espada», demanda. Otro Gutiérrez, Miguel, transformado igualmente en guerrero, no lo nota pero camina con otro aplomo. El presidente de la Sociedad Española de Psiquiatría va en bombachos a la refriega que se trama en los aledaños del hoy parque de Gamarra, en la ribera del Zadorra. Lo hace bizarro y entusiasmado. «Me encanta disfrazarme de personajes históricos. Una vez fui de hijo de Guillermo Tell y otra de Napoleón. 3.000 pelas, de la Casa de la Fiesta. Me lo llevé a un crucero por el Nilo. Todos vestidos de moros menos yo», evoca divertido.

Vídeo. Carlos Blázquez y Urtxi Lezamiz

Llegan más compañeros de batalla, como Óscar Fernández, que deja al concejal de Irabazi bien doblado sobre una silla para enfundarse en los leotardos de otro comunero. «Me quedan perfectas», se maravilla mirando sus botas de caña alta de la época. «Esto es genial. Me apasiona la Historia. En especial, la batalla de los Comuneros, la primera gran rebelión en el Reino de Castilla. Es un capítulo muy desconocido. Posiblemente, porque terminó en derrota», expone. Las huestes del conde de Salvatierra se escanean de arriba a abajo por los pasillos de Betoño. «Estos me los he adjudicado yo», le fía a Paco Ezquerra el ex teniente de alcalde socialista Juan Carlos Alonso, ahora soldado encuerado, mientras se estira unos guantes largos de piel negra. «Dónde habré dejado mi bolsa de maravedíes», bromea el antropólogo Jesús Prieto.

Entre médicos, nobles y lavanderas

Al doctor Kepa Urigoitia le dan a probar la medicina del siglo XVI y el galeno retrocede cinco siglos sin cambiar de oficio. Un vestido largo y un chaleco hasta los pies en terciopelo negro le imprimen un halo de sapiencia esotérica. Confiesa que nunca antes se había tenido que remangarse la ropa para caminar. A Koko Rico le ha tocado de señor de la época. Por si acaso, el artista decide no recoger el ancla del siglo XXI y se aferra a sus Ray-Ban negras. Quizá con una camiseta de Superman otro gallo le cantaría. Entretanto, el botánico Pello Urrutia muta en un convincente fenicio del momento; el subdirector económico del Artium, Javier Iriarte, se deja caracterizar de tejedor -una lengua maledicente le compara con la sota de oros y estallan las carcajadas-; y el dibujante de EL CORREO Iñaki Cerrajería, de pescador. Él se ve más de «porquero». «¿No habéis visto 'La marrana' o qué?», suelta en alusión a la película de José Luis Cuerda.

En el vestuario femenino, Elena Ibarrondo se ha reencarnado en una «princesa». Rectifica con gesto de maligna cuando descubre bajo la capa de terciopelo de su falda un manojo de llaves y un cuchillo del tamaño de un abrecartas. Las estilistas se centran en dar consistencia y sujeción los tocados de las lavanderas Leire Zugazua, Patricia García, Edurne Parro y de la dama Asunción Eguren, y en borrar todo rastro de contemporaneidad. «A mí me han quitado un 'piercing' de la nariz y me he tenido que esconder otro», dice la 'gloriosa' delantera Mery mientras despliega un 'bridge' que oculta en sus fosas nasales. La centrocampista Maia no tiene nada que declarar.

La nobleza está reservada para los ciclistas Igor y Álvaro González de Galdeano. El primero se adjudica la indumentaria del «ganador», el diputado Martínez de Álava; el segundo, la del perdedor, el Conde de Salvatierra. Lo acepta de buen grado. «A mi padre le va a hacer ilusión. Es de allí y de allí era mi primer equipo ciclista». Reencarnados en la aristocracia de la época, los Galdeano pronto se desmarcan del pelotón antes de enseñarse los dientes. «Lo que hace un traje», observa certera Leire Fernández de Alaiza. Ya lo dijo la profesora Pine y sin saber de comuneros.

Participan

  • Leire Zugazua (síndica), Igor y Álvaro González de Galdeano (exciclistas), Leire Fernández de Alaiza (directora adjunta de Electra Alavesa), Kepa Urigoitia (presidente del Colegio de Médicos de Álava), Elena Entrialgo (perfumería Ibarrondo), Javier Iriarte (subdirector de Artium), Edurne Parro (presidenta de AEnkomer), María Ortiz de Pinedo y Maialen Martínez de Marigorta (jugadoras del Alavés Gloriosas), Óscar Fernández (concejal de Irabazi), Asunción Eguren (Heredad Ugarte), Patricia García (gerente de Gasteiz On), Miguel Gutiérrez (jefe de la Unidad de Psiquiatría de la OSI Araba), Enrique Gutiérrez (director médico de la OSI Araba), Icíar Ochoa de Olano (periodista de EL CORREO), Inma Espizua (de la asesoría de imagen A base de estilo), Jesús Prieto Mendaza (antropólogo), Juan Carlos Alonso (periodista), Paco Ezquerra (El Globo), Iñaki Cerrajería (ilustrador de EL CORREO), Gonzalo Antón (empresario), Koko Rico (artista) y Pello Urrutia (Instituto Alavés de la Naturaleza).

2. La historia

La derrota del comunero alavés Pedro de Ayala

CHARO PORRES

catedrática de historia moderna

En el primer cuarto del siglo XVI Vitoria era el principal núcleo urbano y realengo en una Álava en gran parte señorial. Tenía apenas 4.000 habitantes, que vivían sobre todo de la industria textil y del comercio, y era gobernada por una oligarquía mercantil con amplios intereses económicos en Flandes, a donde exportaban la lana castellana a cambio de los paños flamencos que se fabricaban con ella. Se trataba de un grupo de familias (Álava, Añastro, Adurza, Maturana, Isunza, etc.,) que, apaciguadas las luchas de bandos, controlaron el poder local y provincial favorecidas por el rey.

Mientras, se asentaba la Hermandad de Álava (con su diputado general) orientada a pacificar la tierra y frenar los desmanes de los señores. Uno de los que más se resistió fue el conde de Salvatierra, don Pedro López de Ayala. Hombre díscolo y violento, usó la sublevación comunera en su propio interés. Esta se inició en junio de 1520 en las principales ciudades de la meseta castellana, que se alzaron contra Carlos I, molestas con su actitud al llegar de los Países Bajos donde nació. Se había hecho nombrar rey en vida de su madre Juana I, mal llamada La Loca, y recompensado a los extranjeros que le acompañaron, menospreciando a los nobles de Castilla. Además priorizó su elección como emperador de Alemania (1519), que pagó con los impuestos de los empobrecidos castellanos. Y así, nada más salir hacia Europa estalló la contienda, que el rey vivió fuera del reino, mientras sus 'regentes' se encargaban de atajarla. Entre ellos un extranjero, su ayo Adriano de Utrech, que en 1522 recibirá noticia en Vitoria de su nombramiento como papa Adriano VI; y un castellano, el Condestable de Castilla don Íñigo de Velasco, con quien el conde de Salvatierra mantenía viejas rencillas por unas tierras de Palencia y del norte de Álava.

Entre los comuneros hubo clérigos, labradores, hidalgos, pero ante todo artesanos y comerciantes del sector textil. Exigían justicia, rebajas fiscales, y que la buena lana que se exportaba para Flandes quedase para los tejedores castellanos. El rey impulsaba su exportación, porque le reportaba impuestos y favorecía a sus súbditos flamencos, que la transformaban en paños que luego traían a vender a Castilla. Después el conflicto se convirtió en antiseñorial, y la alta nobleza, en principio expectante, acabó ayudando al rey a derrotar a los comuneros en Villalar (Valladolid) el 23 de abril de 1521 para no perder sus privilegios.

Pues bien, esa derrota no hubiera sido posible sin antes neutralizar al comunero alavés. Su relación con los sublevados era antinatural, porque aunque se presentase como un defensor de las «libertades comunales» era un irreductible señor feudal. Sus vasallos del norte de Álava y de Salvatierra se le sublevaron, buscando el amparo del rey ante los malos usos que les imponía. Pero para la Junta comunera de Tordesillas el conde era un valor táctico, y en noviembre de 1520 le nombró capitán general para la zona situada entre Burgos y el mar. Como tal, el 8 de marzo de 1521 neutralizó en##Arratia la artillería que desde Bilbao iba camino de Burgos a manos del Condestable para contener a los comuneros castellanos.

Más tarde sitió Vitoria, apostado en el Campo de Arriaga. En ella residía el diputado general Diego Martínez de Álava, su gran enemigo desde que por orden del rey se encargó de proteger a doña Margarita de Salces, que separada tempestuosamente de don Pedro tuvo que refugiarse con sus hijos en un palacio de la Correría. Su capitán, el comunero Gonzalo de Barahona, exigió a los vitorianos la entrega del diputado, pero éste logró huir hacia Treviño. De hecho, nunca llegó a dominar la ciudad, pues aunque algunos simpatizaron con los comuneros, la oligarquía gobernante apoyó al rey. Vitoria fue la base del ejército realista que pronto se apoderó de Salvatierra, Cuartango y otros feudos del Ayala. Al intentar tomarla por segunda vez el 12 de abril de 1521, sus hombres fueron derrotados a las puertas de la ciudad, huyendo en desbandada hasta ser neutralizados definitivamente el día 19 entre Durana, Retana y los Miñanos.

Pudo don Pedro abandonar a caballo el campo de batalla para refugiarse en sus tierras antes de pedir asilo en Portugal. De los apresados, Barahona fue degollado al día siguiente frente al convento de Santo Domingo y su cabeza colgada de una pica como escarmiento para los desleales al rey. La misma suerte corrieron cuatro días después en Villalar los líderes castellanos, poniendo fin a la Guerra de las Comunidades. El conde murió en 1524 en la cárcel de Burgos, tras regresar en busca del perdón que el rey nunca le concedió.

3. Relato corto

26 de abril, año 1521. Al diputado de Álava, salud y gracia

SONIA GALDÓS

Yo, Alonso Herrera, desde la torre de Mendoza donde estoy preso, le pido que intervenga ante mi injusto encarcelamiento. Se me acusa de ser comunero, de saquear la Llanada a las órdenes del conde de Salvatierra y de no sé qué más disparates. Pero todo es falso. Jamás he luchado contra el rey ni a favor de las Comunidades. Sí, me detuvieron en Durana junto a un espía del conde, y eso parece condenarme; pero si vuestra señoría escucha mi historia, sabrá que digo la verdad.

Admito que conozco bien a don Pedro López de Ayala, y que tengo hacia él un deber de gratitud porque, a la muerte de mi padre en el incendio de nuestra casa de Durana, hace trece años, nos acogió en Salvatierra como acompañantes de su familia. Durante años, residimos en la propia torre de los Ayala en la villa, en una estancia cercana a la condesa y sus hijos. Allí compartí infinidad de jornadas de caza y lecciones de esgrima con Atanasio, el hijo menor, que llegó a ser mi mejor amigo. Por esta generosidad del conde le hablo de un deber de gratitud.

Pero estar agradecido no es estar ciego. Al haber vivido tan cerca de don Pedro, he conocido bien su lado resentido y feroz. Cuando la condesa no aguantó más la vida que le daba, y se trasladó a Vitoria con sus hijos y criados, nosotros la acompañamos. Durante meses, estuvimos tranquilos. Por desgracia, la muerte de su hijo mayor trastornó aún más al conde, que se obsesionó con apoderarse de Atanasio a cualquier precio. Esto lo sabéis bien, porque la condesa pidió ayuda al propio rey, él os ordenó impedir que don Pedro se llevara a su hijo, y así os convirtió en su más odiado enemigo.

Hace unos meses, supimos que el conde andaba en tratos con la Junta. Le confieso que no imagino a don Pedro comunero, y más lo creo un asunto de rencor. En cualquier caso, el miedo se extendió por la ciudad; aunque hay en ella quien lo admira, hay muchísimos más que lo temen. Así que cuando en marzo acampó con miles de hombres en Arriaga, y amenazó con destruir la ciudad si no aceptaba sus condiciones, ésta cedió con rapidez: se declaró leal a la Junta, os impidió entrar, y le entregó a Atanasio.

Y aunque muchos hombres se le unieron ese día, yo no fui uno de ellos. Sí, salí de la ciudad, pero solo para acompañar a Atanasio hasta el campamento de su padre; luego me despedí y regresé. Lo que sucede es que mi madre no me dejó quedarme. Porque cuando el conde se fue, Vitoria se apresuró a escribir al Rey para reafirmar su fidelidad; y ella, convencida de que, en cuanto el conde se enterara, regresaría para quemar la ciudad hasta los cimientos, me esperó en la puerta de Santa Engracia, me dio una bolsa con provisiones, y me despachó para Durana. Ahí estuve el último mes, malviviendo en el pajar que sobrevivió al incendio.

ILUSTRACIÓN
ILUSTRACIÓN Zuriñe Aguirre

Hace dos días, estaba recogiendo leña frente a Gamarra Menor, en nuestras tierras al otro lado del Zadorra, cuando un caballo desbocado apareció desde la ribera, arrastrando a su jinete. Estuvo a punto de arrollarme, pero por suerte resbaló en la orilla. Me eché sobre las riendas para liberar al hombre, que me pareció más muerto que vivo. Por identificarlo, tanteé sus ropas: solo tenía una bolsa de cuero con unas monedas y un papel que decía algo de soldados y el puente de Amárita. No le encontré sentido.

Aunque dudaba que aquel desgraciado sobreviviera, no podía dejarlo allí, en la orilla encharcada. Con unas ramas caídas y algunos juncos armé como pude una camilla. Recuerdo ahora un rumor lejano mientras lo hacía, pero no presté atención hasta que fue tarde.

El hombre que se me echó encima conocía al herido. Me creyó su agresor, y me habría matado allí mismo de no ser por el papel que le enseñé. Como no sabía leer, me exigió que lo hiciera yo; y así, mientras leía y protestaba para ganar tiempo, el grupo del conde nos alcanzó.

El encuentro nos sorprendió a ambos. Y reconozco que, cuando me exigió el papel, se lo entregué. ¿Eso me convierte en cómplice? Yo no sabía que aquel hombre era espía ni que el conde estaba huyendo. Y además, ya daba igual: aquella nota que le alertaba de la persecución y recomendaba cruzar el Zadorra por Amárita, y no por Durana, no había llegado a tiempo. Eso lo entendí al momento, en cuanto las maldiciones estallaron en el grupo, pese al coraje del capitán Gonzalo de Barahona que mandaba callar. La nube de polvo sobre Gamarra y el creciente rugido de monturas y pisadas prometían una batalla de la que no podrían huir. Y aunque creo que el conde supo entonces que todo estaba perdido, gritó que debían ganar el puente y espoleó su caballo hacia delante, mientras sus capitanes echaban pie a tierra para proteger su huida.

El resto, ya lo sabe. Los hombres del conde eran miles, los del rey también. Arrastré al herido hasta los fresnos de la ribera y me resigné a mi suerte. A mis quince años no me considero cobarde, pero ni comprendía la lucha, ni tenía armas para defenderme. Al fin, todo acabó; los hombres del conde se rindieron, y a mí me encerraron en esta torre sin escuchar explicaciones.

Por eso le escribo. Aunque me capturaron en el campo de batalla, repito que nunca he luchado junto al conde ni me he alzado contra el Rey. Aquí en la torre dicen que don Pedro consiguió escapar, pero que a Barahona lo descuartizaron hace días en Vitoria. Supongo que otros seguirán su suerte, pero yo no debo ser uno de ellos. Me piden por mi libertad un dinero que no tengo; y aunque lo tuviera, tampoco pagaría, pues no he cometido ningún delito. Hable con la condesa, compruebe mi inocencia, y ordene mi libertad, pues es de justicia en este caso.

Que Dios lo guíe e ilumine.

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