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Pescadores, en su lancha.
Verdel. Paciencia y trigonometría frente a la isla de Izaro

Verdel. Paciencia y trigonometría frente a la isla de Izaro

EL CORREO ha vivido una noche de pesca con marineros de Bermeo a bordo del 'Demar'. Capturaron 7.000 kilos. En la lonja se los pagaron a 85 céntimos. En las pescaderías vascas ronda los 5 euros el kilo

Julián Méndez

Jueves, 30 de marzo 2017, 20:43

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Nunca hubiera imaginado que pescar verdeles fuera, sobre todo, un ejercicio de puntería y paciencia. Puntería porque se trata de cercar con la red a una masa ingente de pescados (cacho, en el argot de los pesqueros) y evitar que el banco se escape como una anguila antes de cerrar el copo. Y paciencia porque el Cantábrico rebosa de verdeles, miles de toneladas de peces voraces, y el patrón, Gaizka Astuy, tiene que desempeñarse con la habilidad y la calma de una bailarina clásica para evitar que tanto pescado le rompa el arte y la jornada acabe en números rojos.

Estamos a bordo del 'Demar', un pesquero bermeano de fibra de 25 metros de eslora, y un frío húmedo empapa nuestros huesos esta noche. Por la proa asoman las luces naranjas de la plataforma Gaviota. Por babor, las viviendas muestran el acantilado de Elantxobe. Arriba, una Osa Mayor que parece dibujada con tiza de fósforo en la negra noche. Astuy, un bermeano jovial de 38 años que se embarcó de 'txo' con 16 y aprendió el oficio en el puente con Iñaki Zabaleta, maniobra para poner proa a la mar. La escultura benéfica de Xixili, la lamia protectora de los arrantzales, parece saludarnos desde el muelle. Ha llovido duro y la mar está algo picada. Aprovechamos un reparo del tiempo para salir a faenar.

El patrón hila por radio cortas conversaciones con los otros patrones de su cuadrilla. Risas, confidencias y juramentos. Terapia de choque contra el aburrimiento. En la negra noche, Astuy rastrilla el mar. El sonar va lanzando sus rayos naranjas y llena el puente de ecos metálicos, como un tambor de hojalata. El verdel, ese voraz depredador de anchoa, aparece en bancos enormes que ocupan toda la pantalla. Pero mejor no entrarles. «Aparte de que tenemos un cupo de 20.000 kilos por noche, uno de esos cachos puede romperte las redes...». Astuy busca verdel en poca agua, 40 o 50 brazas (65-90 metros) de fondo. Así evitará que, al cercarlo, se escape por debajo.

A eso de las diez, la pericia de Astuy localiza un buen cacho. Se pone sobre él, calcula el rumbo y velocidad del pescado mentalmente y grita la orden que convierte al pesquero en un volcán en activo. «¡¡¡Bota!!! Vaaaaaa!! Largaaaa!» A popa, la negra red (320 metros de diámetro y 90 de fondo), cae al agua mientras un marinero canta el número de cáncamos (argollas) que van al mar. El patrón, sin aparente esfuerzo, gobierna para cercar el banco calculando su desplazamiento mientras se asoma a la banda para observar cómo pinta la red. Es pura trigonometría. Yaya Sarr (41 años), un senegalés que hace nada estaba en el Gran Sol a bordo de un arrastrero, tira de las redes. Cuando la maniobra casi está acabada, Astuy jura. «Ostia, ostia, nos va a entrar otro cacho...», alerta. Peligro. Saltan las alarmas. Una masa enorme de verdeles asoma en el sonar. A toda prisa, el patrón enciende los focos de estribor para que los haces de luz provoquen la huida del pescado. Lo logra. «El otro, apurado anda también», dice Astuy señalando con la vista el pesquero de un colega. El puente es un lugar solitario, en penumbra, donde el patrón se juega el jornal de su gente (la partija) y el buen nombre del barco. En una esquina, un par de crocs grises. Arriba, remetidos en una tabla, la cuchara y el tenedor del patrón como rastros de un hogar imposible.

«Un cacho así te lleva al fondo»

Poco a poco, la red se va cerrando. Sobre el mar se ven las verdes boyas luminosas que marcan el perímetro del arte.

Empezamos a halar la red. Más problemas. Se forma una bolsa con 200 kilos de verdeles que amenaza con taponar el embudo. Joserra Bernaola (41), el maquinista, saca su cuchillo marinero y le mete un tajo a la red para que escapen los peces. Nos paramos. Al costado tenemos una decena de toneladas de pescado en movimiento, que escoran el barco peligrosamente. Con esa paciencia que da estar jugándose el pellejo, marineros y patrón maniobran para salir del paso. La corriente nos arrastra a lo largo de la costa. «Botar la red y largar es fácil... pero luego hay que subirla entera», confía Gaizka. «La gente de tierra ni imagina cómo es este oficio. Todo el día mojados, sudando... y en peligro. Te coge una carga como ésta y te echa para abajo, puede darte la vuelta», alerta Bernaola (que perdió a su abuelo en una galerna) mientras prepara el enorme salabardo. Miles de verdeles coletean frenéticamente sobre cubierta, emitiendo un grito agónico. A las 7 de la mañana, tras preparar y arranchar las redes, descargamos en la lonja de Bermeo. Pagan 85 céntimos por kilo. Horas después, veremos esos mismos verdeles a 4,90 euros en las pescaderías. «Antes el verdel no lo querían ni los gatos. Hoy tiene algo de precio», razona Gaizka Azketa (53). El lunes saldrán otra vez. A jugarse el tipo. A la mar. Por 85 céntimos.

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