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Ilustración de un choque de la agrupación de combate suicida 'Sonderkommando Elbe'.
Los lobos del cielo, kamikazes alemanes

Los lobos del cielo, kamikazes alemanes

Los nazis también recurrieron a pilotos suicidas al final de la Segunda Guerra Mundial. Fue una táctica desesperada para intentar frenar los bombardeos aliados que no dio ningún fruto y que se tradujo sólo en la pérdida inútil de la última generación de la Luftwaffe

Anje Ribera

Domingo, 10 de enero 2016, 01:32

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Cuando escuchamos la palabra kamikaze nuestra mente de inmediato evoca la imagen de un japonés que, después de tomar su último trago de sake, se sube a su avión dispuesto a dar su vida por el emperador Hirohito al estrellar su aparato contra un portaaviones estadounidense durante la batalla del Pacífico al grito de !banzai¡. Pero los pilotos suicidas de la Segunda Guerra Mundial también fueron rubios y tuvieron nacionalidad alemana.

La Luftwaffe nazi pretendió dar un giro al curso negativo de la contienda cuando los bombardeos aliados sobre territorio germano eran incesantes en 1944 y 1945. Para ello optó por una nueva táctica: utilizar sus propios cazas para chocar en el aire contra las grandes fortalezas norteamericanas, los B-24 Liberator que, día a día, sin faltar nunca a la cita, rugían sobre Alemania antes de dejar caer su cargamento mortal sobre una población que soportaba una prolongada agonía, como si de un castigo bíblico se tratara.

La fuerza aérea germana estaba desprestigiada y, sobre todo, muy debilitada por la pérdida de aparatos y de sus mejores pilotos. Mediante este plan impensable en un tiempo distinto al de desesperación que vivía entonces el Tercer Reich trató de frenar la devastación que provocaba la superioridad aérea aliada. Se precisaba una actuación urgente y Hermann Goering escuchó una iniciativa audaz del joven coronel Hajo Hermann, que propuso enviar cientos de Messerschmitts ME-109 para que embistieran en vuelo a los aparatos enemigos.

La idea no era nueva porque algún tiempo antes algunos fanáticos nazis como la piloto Hanna Reitsch y el jefe de comandos de las SS Otto Skorzeny ya habían propuesto imitar a los kamikazes nipones mediante una unidad de 'hombres sacrificables' que trataran de frenar a los plateados ángeles vengadores estadounidenses que sembraban de bombas los principales cascos urbanos del ya moribundo régimen nazi. Ellos abogaban por responder con cohetes tripulados.

Hitler rechazó inicialmente esta medida al considerarla innecesaria. Pero algunos meses después parecía la única manera de detener la lluvia de fuego. Por ello, Hermann, condecorado as de la aviación al haber logrado aterrizar sobre un globo durante la batalla de Inglaterra, sí obtuvo la autorización.

Voluntarios

El 7 de marzo de 1945 se constituyó un grupo especial de combate que fue denominado sonderkommando Elba porque su cuartel general estaba ubicado en una zona cercana a este río. Sería el encargado de llevar a cabo una misión hasta ese momento insólita en el campo de batalla europeo: utilizar el suicidio como arma.

Dos mil voluntarios conjurados para salvar la patria se integraron inicialmente en la evanescente unidad, aunque finalmente sólo fueron seleccionados trescientos. Quedaron confinados en la base aérea de Stendal, en las proximidades de la ciudad de Magdeburgo. A todos se les advirtió de antemano que existía sólo un 10% de posibilidades de sobrevivir.

Pero eran jóvenes de entre 18 a 21 años, optimistas como les obligaba su edad, que no pensaban que iban a morir. Confiaban en tener la oportunidad de saltar segundos antes del impacto. «Las consecuencias de los bombardeos, especialmente de las personas queridas y de niños, mujeres y ancianos hacía que aflorara nuestro sentimiento patriótico. Teníamos que hacer algo», comentaba hace unos años uno de los miembros del comando que finalmente no tuvo la oportunidad de realizar ninguna misión. Su testimonio puede dar la medida de la locura reinante en los estertores del Tercer Reich.

La mayoría de estos pilotos carecía de experiencia de combate, por lo que tuvieron que recibir durante diez días cursos de instrucción en técnicas de aproximación y embestida en vuelo. Sin embargo, para este entrenamiento no contaban con muchos medios, ni siquiera combustible para realizar un vuelo de prueba o piezas que permitieran revisar el avión antes de volar.

No obstante, tampoco precisaban de excesiva formación porque el mecanismo de ataque era muy sencillo. Lo único que se les requería era embestir a los gigantescos bombarderos aliados por su retaguardia, desde la posición de las seis en terminología de combate aéreo, y destrozar con su hélice de acero la cola para inutilizar el estabilizador vertical y acabar así con su maniobrabilidad.

Sin embargo, en la fase teórica se desarrollaron asimismo otros métodos de embestida que aconsejaban chocar contra el ala en la sección más cercana a los motores o atravesar las formaciones enemigas disparando contra todos sus integrantes, y finalmente sobrepasar a los B-24 para girar luego bruscamente y estrellarse de forma violenta contra la cabina del aparato líder, actuando como arietes que cortaran las alas y la estructura de acero y aluminio de los aparatos aliados. En estas opciones los pilotos tenían que ser muy precisos porque sólo contaban con una fracción de segundo para acertar el objetivo. Se descartaron al considerarlas complicadas.

Primer y único ataque

El 7 de abril de 1945 fue el día escogido para realizar el primer ataque, aunque sólo se consiguió movilizar a 180 cazas para enviarlos contra una fuerza de 1.300 bombarderos y 800 cazas de escolta que se dirigía a Desau.

La guerra estaba prácticamente perdida y había pocas posibilidades de que el resultado cambiase. Por tanto, se mandaba hacia la muerte a jóvenes pilotos que apostaban sus vidas en una ruleta rusa, animados por la música marcial que nada más despegar escuchaban en la radio a través de sus auriculares y por una voz femenina que, desde sus cuarteles generales, les recordaba que eran los únicos que podían salvar al pueblo alemán, al tiempo que conducía hacia sus mentes las imágenes de mujeres y niños enterrados en las ruinas de Dresde tras las últimas incursiones del enemigo.

Una vez en el aire, debían divisar sus objetivos y colocarse por encima de ellos, como un tiburón que ha localizado a su presa. Luego, bastaba con empujar hacia delante la palanca de dirección de sus ME-109, con un peso de 2.700 kilogramos, y lanzarse en picado contra la formación aliada.

Heinrich Henkel fue el encargado de iniciar el ataque. Con éxito, porque derribó el bombardero líder y acabó con la vida de ocho de los once tripulantes. Incluso tuvo tiempo de saltar antes de que su Messerschmitts se desintegrara. Sin embargo, durante los interminables minutos que duró su descenso a tierra creía que los cazas americanos, llamados popularmente Little Friend (pequeño amigo), que escoltaban a los bombarderos dispararían contra él mientras descendía desde los 6.000 metros de altitud. Por ello, decidió fingir estar muerto y no abrir el paracaídas hasta los 1.200 metros. Las únicas heridas que sufrió se las provocaron las ramas de los árboles contra los que chocó al llegar al suelo.

La brutal ofensiva del sonderkommando Elba sólo acababa de empezar. Tras Henkel, otros kamikazes embistieron a los B-24 por las colas, a más de 650 kilómetros por hora, utilizando sus hélices y sus alas como sierras mecánicas. En teoría, era el método más efectivo de destruir a un aparato enemigo porque los disparos de los artilleros de las fortalezas volantes no podrían detener el impacto. Pero, tras 45 minutos de batalla, los resultados no fueron los esperados.

La del 7 de abril de 1945 fue la única misión del sonderommando Elba. De los 180 pilotos que despegaron para llevarla a cabo unos 60 regresaron a la base por problemas mecánicos y se estima que 47 fueron derribados por los norteamericanos antes de alcanzar sus objetivos. Sólo unos pocos tuvieron éxito.

Supervivientes

Aunque el hecho de que los aviones regresaran o no a la base carecía de importancia, algunos de los kamikazes, como Henkel, sobrevivieron porque varios de los impactos no fueron totales, sino que simplemente se limitaron a cortar las alas de los bombarderos, perdiendo también las de sus aviones. Al resultar indemne la estructura central, donde estaba ubicada la cabina en los cazas, fueron varios los pilotos que tuvieron tiempo de saltar y caer a tierra en paracaídas.

Lo consiguieron a pesar de que las opciones de sobrevivir eran mínimas después de que sus aparatos fueran aligerados de peso a costa de reducir blindaje y armamento con la intención de que pudieran volar mucho más alto que los cazas P-51 norteamericanos que escoltaban a los bombarderos y así impedir ser interceptados. Todo lo que les dejaron fue una ametralladora con unos sesenta disparos.

Pero los cielos de Alemania nunca fueron reconquistados por la Luftwaffe. La victoria estratégica que quería conseguir el coronel Hermann no fue más que una ilusión.

Encubrimiento

Pese a ello, la fuerza aérea estadounidense ocultó lo ocurrido y nunca quiso admitir que las colisiones habían sido intencionadas. Temía que el pánico se extendiera entre sus pilotos y decidió encubrir los hechos. Los informes de estos incidentes publicados atribuían las embestidas a la inexperiencia o a la muerte de los pilotos alemanes.

«Si bien es cierto que tenemos conocimiento de que se han producido choques con nuestros bombarderos, no hay pruebas de que fueran intencionados. En todos los casos el avión enemigo estaba fuera de control, al ser pilotado por un hombre sin destreza que intentaba atravesar una formación muy unida», afirmaba un documento recientemente desclasificado.

Sin embargo, los rumores se extendieron entre las tripulaciones de los bombardeos. Se llegó a sospechar incluso que los servicios secretos estadounidenses tenían información sobre el comando suicida nazi antes de que actuara y que el mando aliado ocultó este hecho.

Ello quizá impidió que el verdadero fin de la operación se convirtiera en realidad. Según Klaus Hahn, uno de aquellos pilotos suicidas que sobrevivió, el objetivo del sonderkommando Elba era provocar el pánico entre las tripulaciones estadounidenses para que se negasen a volar y obligar a la octava fuerza aérea norteamericana a suspender sus bombardeos de cuatro a seis semanas. De esta forma, darían tiempo a la Luffwaffe a desplegar sus nuevos cazas a reacción M-262, con los que pretendía recuperar el control de los cielos del Reich.

Por contra, en la Alemania nazi la propaganda convirtió a los pilotos que integraron aquel escuadrón de la muerte en héroes de leyenda. Goebels escribió en su diario que «el éxito de la misión no es el deseado. Nuestros aviones no han llegado al fin que a uno le gustaría. Pero debemos olvidar que éste es sólo el primer intento y que debemos seguir perfeccionado el experimento». Sin embargo, que se sepa, nunca más se repitió una misión similar contra los bombarderos.

Kamikazes contra puentes

Sin embargo, los kamikazes sí volvieron a ser utilizados por los nazis. También en abril, cuando los soviéticos estaban cerca de penetrar en territorio alemán, la prioridad del alto mando nazi era destruir los puentes del río Oder, por donde estaba previsto que accedieran las tropas de Josef Stalin.

Por ello el mando, ya totalmente descoordinado y multicéfalo, hizo un llamamiento al autosacrificio de jóvenes pilotos que apenas habían salido del colegio. Los oficiales les convencieron de que tenían la posibilidad de participar en una misión en la que podían demostrar su valía, ocultándoles que se trataba de una operación suicida.

Tras conseguir que los aún imberbes se cargaran de un sentimiento de rabia alimentado por la propaganda, les hicieron firmar un juramento en el que prometían que no se echarían atrás y les invitaron también a escribir cartas de despedida a sus allegados.

El comando fue trasladado a un campamento de barracones de madera, pero en ningún momento les dejaron descansar. Desfiles, alcohol para debilitar su voluntad, juegos de cartas y canciones sobre el hombre de la guadaña llenaban el tiempo de espera hasta la hora de partir.

Pero la inquietud no tardó en aparecer, sobre todo cuando vieron que los diez aviones que se utilizarían en la operación eran despojados de sus armas para que no pudieran combatir, sólo estrellarse contra el objetivo.

Fue entonces cuando los jóvenes pilotos de la Luftwaffe se percataron realmente de cuál era su destino. Algunos lloraron desesperadamente y otros llegaron a pensar en huir, pero ya no había marcha atrás. El único consuelo para endulzar aquel acto de desesperación era aferrarse a la esperanza de un milagro. «Puede que sobrevivas», se decían los unos a los otros. «Cumplíamos con un deber y, por lo tanto, debíamos hacerlo. Así es como nos educaron», confesó un joven que formó parte de un grupo de pilotos que no pudo volar, aproximadamente un tercio, porque muchos aviones se negaron a ponerse en marcha.

El día de autos llegó cuando menos se lo esperaban. A mediodía les obsequiaron con una gran comida, como la última a la que tienen derecho los condenados a muerte. Por la tarde, poco antes de las ocho, fueron convocados en la pista mientras una orquesta tocaba el himno nacional en una ceremonia de despedida presenciada desde la sombra por Goebels. Minutos más tarde, ya con la luz verde del mando, comenzaron a despegar uno tras otro.

Las coordenadas del objetivo se las dieron por radio cuando ya estaban en el aire. Una marcha militar animó su trayecto, sólo interrumpida por un mensaje que les conminaba a «pensar en las mujeres y los niños que quedaron aplastados bajo las ruinas. Pensadlo lobos del cielo. «Tú no eres nada, el pueblo lo es todo» y cosas por el estilo se escuchaban por sus auriculares con la intención de motivarlos. «Era como un chute de opio, como una droga, apelaban a nuestra parte más sentimental para que no nos desviáramos del camino», relata un superviviente.

Este sacrificio inútil de vidas jóvenes estaba condenado al fracaso y el balance de la misión fue desolador. La mayoría de los aviones no llegaron hasta los puentes que tenían que destruir, bien por averías, bien porque fueron interceptados por cazas enemigos o bien porque los jóvenes pilotos finalmente decidieron primar sus vidas.

Fue el caso de Jürg Koeler, que cuando vio que en el cuadro de mandos de su aparato se encendía una luz roja optó por aterrizar en una explanada. Ya en tierra estaba convencido de que su destino era el paredón por haber desobedecido una orden, pero fue capturado por los estadounidenses.

Se desconoce el número de puentes que quedaron destruidos y cuántos pilotos acabaron estrellando sus aviones contra ellos. Lo cierto es que los daños fueron escasos y un día después el Ejército Rojo logró atravesar el río Oder.

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