Borrar
Un hombre camina en silencio en el campo de concentración de Auschwitz.
Visita guiada a Auschwitz: los sonidos del silencio

Visita guiada a Auschwitz: los sonidos del silencio

En la sociedad del ruido y el parloteo incesante, hay lugares en los que todos callamos

César Coca

Miércoles, 2 de septiembre 2015, 17:58

Necesitas ser suscriptor para acceder a esta funcionalidad.

Compartir

Hay varios tipos de silencio. El del dolor. El del reconocimiento de culpa. El de la ira. El del homenaje y el recuerdo. Y el de quien se ha quedado sin palabras con las que expresar lo visto. Hace unas semanas, en Auschwitz, me sumé a ese último tipo. A ese silencio que va acompañado de miradas perdidas o huidizas. El escritor y guionista Anthony Horowitz realizó a comienzos de año esa misma visita al campo de concentración por excelencia, en el que durante poco más de cuatro años asesinaron de forma metódica a 1,3 millones de personas. A él, judío de origen, le llamó la atención un grupo de chicas españolas que se hicieron un 'selfie' frente al pabellón en el que los médicos nazis experimentaron con los prisioneros. Quizá por eso reclamaba que se prohibiera tomar fotografías en el campo y que casi se obligue a que los visitantes vayan preparados para lo que verán. Mi experiencia es bien distinta: la del silencio del homenaje y el asombro.

Quien visita Auschwitz sabe lo que va a encontrar. El cine ha hecho por el recuerdo del Holocausto más que mil libros de Historia. En Cracovia se anuncian por todas partes visitas guiadas, y las personas que muestran el campo están muy preparadas para hacer una narración detallada de lo que allí sucedió y al tiempo despojada de cualquier exceso melodramático. No hace falta. La simple exposición de las atrocidades en el sitio exacto en el que sucedieron basta.

Respiración más honda

Entre Cracovia y Auschwitz hay unos 70 kilómetros de carretera estrecha y con muchas curvas y rotondas -la globalización también es eso-, lo que alarga el viaje hasta casi una hora y media. Viajo en un microbús de unas veinte plazas: todos españoles o latinoamericanos. Unos cuantos se saludan. Imagino que han podido coincidir antes en el avión o en otra excursión. Flota en el ambiente ese relajo del período vacacional, esa despreocupación de quien no tiene otra cosa que hacer en todo el día que ver cosas nuevas y disfrutar de ellas. Nada más dejar Cracovia, la guía da unas explicaciones breves de cómo será la visita y pone un documental sobre el campo de concentración. Las imágenes -ya nos lo han advertido- son durísimas. Poco a poco, terminan las conversaciones y todos nos centramos en la pantalla. De vez en cuando se escucha algún comentario, una pregunta, una respiración más honda.

Ante la entrada de Auschwitz hay un aparcamiento. Descendemos del microbús y nos detallan algunas condiciones para entrar: no se pueden llevar mochilas ni bolsos grandes y en el interior del campo no se permite comer ni fumar. Nos recomiendan que llevemos alguna botella de agua. Hace mucho calor y nos esperan cuatro horas largas de visita.

Todos pasamos un estricto control de seguridad. La cola avanza lentamente pero apenas hay protestas. Aún no hemos traspasado la puerta con el ominoso cartel 'Arbeit macht frei' y todo el mundo habla ya poco y en voz baja. Lo que nos espera es un recorrido por una geografía que va más allá del Holocausto: es una inmersión en las profundidades abisales de la maldad humana.

En algunos pabellones nos agolpamos varios centenares de personas. Nunca he percibido un silencio igual en un lugar con tanta gente: cada guía lleva un sistema de comunicación con su grupo mediante receptores y auriculares, de manera que no tiene que levantar la voz en ningún momento. Solo se oyen los pasos. Los visitantes hacen fotos -únicamente está prohibido en la sala donde se conserva el pelo de los prisioneros muertos y en las celdas de castigo- pero no hay poses extrañas ni caras felices para la cámara. A nadie se le ocurre jugar a reportero que explica lo que ve para un vídeo doméstico.

Ya he sentido una sensación parecida en al menos dos lugares más: la casa de Ana Frank, en Ámsterdam, y el cementerio judío de Praga. En la vivienda donde estuvo oculta la familia Frank, en el 263 de la calle Prinsengracht, ningún objeto personal preserva la memoria de la estancia de ocho personas obligadas a renunciar a cualquier intimidad en un intento desesperado por salvar la vida. Recuerdo haber recorrido las pequeñas habitaciones junto a otras personas que llevaban audioguías y se detenían a leer los carteles de las paredes sin decir nada. Solo en algún momento vi a algún adolescente hacer una pregunta o un comentario a sus padres, al oído, como si cualquier ruido pudiera perturbar el descanso eterno de la desdichada Ana.

Lo mismo me sucedió en Praga, en el cementerio situado junto a la sinagoga Vieja-Nueva, la que según la leyenda guarda los restos del golem creado por el rabino Loew y elevado a la categoría de personaje literario por Gustav Meyrink hace ahora justo un siglo. En ese cementerio se agolpan las tumbas: unas 12.000 para más de 100.000 muertos. Cuando lo visité, en una tarde de finales de verano, había unas decenas de personas que recorrían los estrechos senderos entre las lápidas y contemplaban los papeles con oraciones que han ido dejando los fieles -sujetándolos con guijarros o introduciéndolos en las grietas de las sepulturas- sin decir ni palabra. En una pequeña capilla en el lado opuesto de la sinagoga, las paredes están recubiertas de mármol blanco en el que han escrito los nombres de los judíos de Praga que murieron durante la Segunda Guerra Mundial. Allí están, en letra apretada, su nombre y la edad a la que dejaron este mundo: la lectura es una experiencia dolorosa. Niños de tres, cuatro, seis años. Muchos niños. Jóvenes adolescentes que tenían una vida por delante. Todos enmudecimos ante esa muestra de horror plasmada en el formato del registro civil.

Silencio de homenaje y espanto

Es lo que vi también en Auschwitz. Días atrás, en plena ola de calor, los responsables del campo instalaron unos pulverizadores de agua en algunas zonas del mismo para que pudieran refrescarse los visitantes. Grupos de israelíes pusieron el grito en el cielo: eso recuerda demasiado las duchas, o más bien las falsas duchas, a las que se sometía a los prisioneros. No estaban cuando yo visité el campo, pero dudo que en el ambiente casi religioso -por más que muchos de quienes pasan por allí no sean practicantes- que se genera durante el recorrido nadie establezca relación alguna ni se le ocurra un chiste fácil.

Que se lo digan si no a quienes entran en la cámara de gas reconstruida en el mismo lugar y con los mismos materiales de la original en el campo central del complejo. Solo vi las miradas de asombro y dolor de personas que por unos instantes se ponen en la piel de los prisioneros que pasaron por allí. Muchos de ellos, ignorantes de su destino inmediato. Otros, resignados a lo inevitable, como corderos ante el degüello.

La visita termina en Birkenau. La sola contemplación del pabellón principal, con su enorme puerta para los trenes, ya es motivo de desasosiego. Los barracones alineados en calles, el memorial, los retretes donde los prisioneros perdían el último resto de dignidad que podría quedarles... A esas alturas del recorrido ya no nos quedan palabras. Tampoco hace falta música que, como en el cine, subraye las imágenes. Ni siquiera la estremecedora melodía del violín escrita por John Williams para la película de Spielberg, ambientada aquí mismo. Basta con el rumor del viento.

Emprendemos el camino hacia el microbús sin apenas mirarnos. Luego, durante el camino de regreso, no hay risas ni comentarios. Solo cabezas vueltas hacia la ventanilla y caras muy serias. Un silencio de homenaje y espanto.

Publicidad

Publicidad

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios