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Julio Camba escribió sus crónicas desde Constantinopla, París, Londres, Berlín y Nueva York.
Indolencia

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Leer 'Crónicas de viaje' de Julio Camba es hacer turismo en Semana Santa tumbado en el sofá

Javier Muñoz

Domingo, 5 de abril 2015, 01:44

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Lo apropiado en Semana Santa es contemplar una procesión y un parque natural; o catar vinos en una bodega, pronunciando palabras como 'tanino', cuyo significado exacto se desconoce. Pero a quienes permanecen en casa por obligación o convicción les queda el placer de la indolencia. Y una forma de ejercitarla es hacer turismo de sofá con las 'Crónicas de viaje' del periodista Julio Camba (editorial Fórcola), recopilación de artículos que publicó en la prensa española durante las tres primeras décadas del siglo pasado.

Yo soy autor de artículos cortos, cosa terrible porque los artículos cortos se leen, se lamentó Camba (1884-1962), gallego de Vilanova de Arousa (Pontevedra) que se ganó la vida escribiendo en los periódicos, pero odiaba la obligación de escribir. Soltero y sin hijos, vivió sus últimos años en la habitación 383 del hotel Palace de Madrid, dando lustre a una nómina de solitarios como Josep Pla, quien dijo de su colega gallego que no había nadie de su estilo.

Julio Camba fue singular desde niño. A los doce años se negó a que lo mandaran al seminario porque, argumentó, sus ideas se lo impedían. Ya fumaba y soltaba el humo por la nariz, así que podía permitirse la arrogancia. Cuando era adolescente se fugó a Buenos Aires, de donde lo devolvieron a Europa por subversivo y anarquista. Regresó a España en

1903 y escribió en periódicos revolucionarios sin ganar un real hasta que la prensa liberal y conservadora de Madrid reconoció a uno de los suyos. Lo reconvirtió en cronista y corresponsal en el extranjero; uno culto y sofisticado, bien pagado, que fue enviado a Constantinopla; París, donde se sintió a gusto; Londres, Berlín y Nueva York.

Camba concebía al periodista como un hombre 'sandwich' que va y viene en la acera con un cartel publicitario por delante y otro por detrás, sin rumbo ni planes. Sacando provecho de ser un vago y echando un vistazo aquí y allá. Esa perspectiva de las cosas produjo resultados asombrosos en el caso de Camba, que la consideraba toda una filosofía.

Sus observaciones sobre el Reino Unido y la Alemania de antes de la Primera Guerra Mundial o sobre Nueva York durante la Gran Depresión, por citar algunas colecciones de artículos, son imperecederas.

Los estereotipos nacionales los cazaba a la primera, y eso molestaba a extranjeros residentes en España, que se molestaban por sus crónicas.

Porque a mí se me ocurren muchas tonterías, y en cuanto tengo confianza con la gente las digo, se disculpó antes e iniciar una serie de crónicas sobre Alemania en ABC.

Julio Camba saltó de un periódico a otro, pero su nombre ha quedado asociado a la cabecera de los Luca de Tena, que no repararon en gastos para contratarlo. Era una relación curiosa, al tratarse de un ex anarquista y de un periódico monárquico, pero bastante frecuente en la intelectualidad española, que transita de unas ideas a otras con hidalguía y solemnidad. Desde luego, el Camba articulista fue cualquier cosa menos extremo, solemne e intelectual. Sobre Alemania

escribió: Si yo no me he vuelto completamente sabio en Alemania, mi trabajo me ha costado. Últimamente me noté síntomas así como de ir adquiriendo un criterio científico para todas las cosas. Entonces me entró aprensión y me fui. Me fui a reponerme de ligereza y trivialidad, así como los médicos y los catedráticos vienen a reponerse de pesadez y de ciencia, porque es preciso cuidarse.

Esta Semana Santa, Camba es más moderno que nunca por un puñado de artículos que escribió en junio de 1913 sobre el turismo de masas, el sector en el que un siglo después los periódicos españoles depositan sus esperanzas para sostener la economía y el empleo (precario, no cualificado y mal pagado, dicho sea de paso).

El pretexto del escritor gallego para escribir sobre el turismo fue una estancia en Suiza en la que desmenuzó los tópicos sobre los viajes de placer, unos tópicos que conocía de primera mano y que, después de leerle un poco, se comprueba que son los mismos de hoy. En Constantinopla yo viví cuatro o cinco meses y -si ustedes me guardan el secreto- voy a hacerles una confesión terrible. Ni una sola vez en esos cuatro meses se me ocurrió entrar en Santa Sofía. Es posible que ustedes se indignen; esto es demasiado fuerte, bromeó.

Camba ya se preguntaba sobre las veces que los madrileños iban al Museo del Prado. De los viajeros españoles decía que se creían más importantes que el paisaje, pero daba lo mismo que no mostraran interés, porque tampoco tenían dinero. Observó que los sacaba de quicio la puntualidad de los trenes. El auténtico turista era el inglés, el hombre que más capacidad admirativa tiene para las ruinas, para los museos, para las estatuas, para las catedrales góticas, para las tumbas célebres. Un inglés, enfatizaba, podía elogiar cincuenta iglesias de una tacada, el sol escandinavo o el de Málaga, y lo que le echaran.

El yanqui era diferente, según Camba; era un anticipo del turista de nuestros días, que pregunta cuánto cuesta esto y aquello. A comienzos del siglo pasado, el estadounidense de visita en Europa recordaba que era 'ciudadano' y no 'súbdito'. Si los turistas yanquis no han comprado todavía el Mont-Blanc es porque piensan hacer en Chicago uno más grande, con mucha más nieve, con muchas más 'crevasses' y en el que muera mucha más gente.

El alemán era propenso a exclamar: ¡Kolossal!. Apenas habían transcurrido cuatro décadas desde la unificación de su país y los demás europeos reconocían su actitud marcial y prusiana, la del oficial que cuando llega a la cima con sus gemelos no contempla el paisaje; más parece que examina posiciones. Los franceses eran escépticos y altivos ante las maravillas ajenas; vamos, que les importaban un comino. Pero a Camba le gustaba su simpática libertad de costumbres y un relativo refinamiento de la cocina.

El periodista dedicó su atención a otro espécimen. No el arquetipo patriótico, sino los recién casados que iban a Suiza a pasar la luna de miel, parejas que luego evocaban los días felices en que descubrieron quién era Rousseau y en los que escucharon a un estadounidense preguntar cuánto costaba la casa de Voltaire en Fernay.

Suiza se había puesto de moda a principios del siglo XX y suscitaba en los matrimonios conversaciones como: ¿Te acuerdas de Chamonix? ¿Y de Guillermo Tell? Tú decías que le habías visto en un circo disparándole a una patata sobre la cabeza de su hijo.

Julio Camba decía que el lago Leman, en Suiza, era a la poesía lo mismo que el matrimonio al amor. Lamentaba no poder reciéncasarse en vez de casarse. Y reconocía el poder evocador de Italia para los asuntos del corazón. Los amores libres, así como los amores adúlteros y misteriosos, se refugian a orillas del lago Como (cerca de Milán).

Allí dice Barrés (político tradicionalista francés) que van los enamorados a morir de voluptuosidad y de indolencia.

Indolencia, gran palabra.

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