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Ilustración de la época con calles llenas de muertos por la peste.
¿Y si las ratas no fueron las culpables de la peste negra?

¿Y si las ratas no fueron las culpables de la peste negra?

La peste acabó en el siglo XIV con un tercio de la población europea y el 70% de la española. Siempre se responsabilizó de su transmisión a las ratas, pero recientemente un nuevo estudio científico ha exculpado a estos roedores y ha colocado la incriminación sobre sus primos los jerbos

Anje Ribera

Martes, 31 de marzo 2015, 17:51

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Si usted es de esos lectores que se contentan con satisfacer su curiosidad con sólo unas cuantas líneas de los escritos, habitualmente las primeras, clasificará el texto que aquí comienza en el apartado de los alegatos en favor de la fauna. No es ése el objetivo. Este intento de limpiar la mala imagen de las ratas no tiene un fin animalista. Pretende ser simplemente una excusa para establecer el punto de partida desde el que comenzar el relato, con menor o mayor acierto, de la que puede ser considerada la mayor tragedia de la historia de la humanidad.

En esta ocasión no nos referimos a la Segunda Guerra Mundial. Hablamos de la llamada peste negra, la pandemia que asoló Europa en la Edad Media y que en varias oleadas diezmó la población del Viejo Continente, desde Turquía hasta Islandia. Unos veinte millones de personas -la tercera parte de su población en aquella época- perdieron la vida víctimas de la bacteria 'yersinia pestis'. En España las cifras de caídos se elevaron hasta el 70%. Ni en la mayor de las contiendas bélicas hubo tantas bajas mortales. Los niveles de población tardaron 150 años en recuperarse.

Durante siglos las creencias y los estudios más o menos científicos han culpado a las ratas. Para todos, ellas eran las responsables de portar la pulga que transmitía la también llamada peste bubónica. Así ha sido universalmente aceptado hasta que recientemente diversas investigaciones han trasladado la incriminación hacia otra especie de roedor, el jerbo.

Según la Real Academia de la Lengua, se trata de un mamífero norteafricano con pelaje leonado por encima y blanco por debajo, miembros anteriores muy cortos y excesivamente largos los posteriores, por lo cual, aunque de ordinario camina sobre las cuatro patas, salta mucho y con rapidez.

Para los no iniciados, por su aspecto y su tamaño no deja de ser una rata, pero los expertos marcan las diferencias. Aunque esa cuestión parece intrascendente en esta historia. Los estudios universitarios que refrendan la teoría más arriba referida sostienen que los brotes de peste que llegaron a Europa en 1346 lo hicieron a lomos de jerbos o jerbillos -y no de ratas- que proliferaban con abundancia en Asia Central en períodos de tiempo cálido y húmedo.

Al parecer, estos bichos silvestres traspasaron la devastadora bacteria a animales domésticos y a los comerciantes que viajaban por la Ruta de la Seda y que luego atravesaban el mar Negro y el Mediterráneo en barcos genoveses o venecianos con destino a puertos italianos. De ahí al resto de Europa. Así lo mantiene la revista especializada 'Procedings of the National Academy of Sciences'.

Alteraciones climáticas que provocaron un incremento de la temperatura en Europa también causaron que la población de los roedores portadores aumentara y su densidad se elevara hasta el punto de alcanzar el umbral necesario para que surgieran brotes de peste, según señala el investigador de la Universidad de Oslo Nils Stenseth.

Crisis social y demográfica

Fuera la responsabilidad de las ratas o de los jerbos -o incluso de las marmotas o de los camellos de las caravanas, como dicen otros expertos-, lo cierto es que el apocalipsis descrito por las autoridades religiosas del momento provocó una crisis social y demográfica sin igual, sobre todo en las ciudades. En ellas se concentraba la mayor porción de la población europea y las condiciones higiénicas eran inexistentes. Además, eran centros de comunicación con constante trasiego de viajeros.

La promiscuidad era muy alta, las casas tenían suelos de tierra, en muchas de ellas convivían personas y animales en una sola habitación, también allí se cocinaba... Eran muchos boletos para llevarse una rifa generosa en trágicos premios.

La peste redujo hasta en dos tercios las poblaciones de las grandes ciudades de la época. En aquellos tiempos y antes de la 'muerte negra' París, Venecia, Florencia y Génova contaban con unos cien mil habitantes. Luego estaban Gante, Brujas, Milán, Palermo, Bolonia, Roma, Nápoles o Colonia, con más de cincuenta mil. Londres, Burdeos, Tolousse, Montpellier, Lyon, Barcelona, Sevilla, Toledo, Siena o Pisa se acercaban a esta última cifra. Italia fue, sin duda, el país que más padeció esta crisis sanitaria.

No se salvaron ni las clases más altas, también poco aficionadas a la limpieza, y hasta el rey Alfonso XI de Castilla, el Justiciero, sucumbió a la peste. Sin embargo, fue el único monarca de toda la Europa afectado por la enfermedad. Vio su último amanecer en el sitio de Gibraltar.

La realeza contrató a los mejores científicos del momento para buscar una solución a una plaga que parecía dispuesta a exterminar la humanidad. Tras cobrar importantes emolumentos, la conclusión fue que la peste estaba provocada por la triple conjunción de Saturno, Júpiter y Marte en el grado cuarenta de Acuario. Este diagnóstico se convirtió en la versión oficial.

Sin embargo, como ocurre en todas las desgracias, fue entre los más necesitados donde la epidemia incidió con mayor virulencia. El hacinamiento de los barrios pobres de las urbes constituyó un caldo de cultivo ideal para los patógenos, sobre todo de la peste bubónica, que debe su nombre a la aparición de los bubones de pus en ganglios linfáticos de ingles, axilas o el cuello.

Éste era el primer síntoma de la enfermedad, luego llegaban la fiebre alta, la inflamación de algunos órganos, mareos, sabores metálicos, dolores de cabeza, escalofríos, debilidad, pulmonía, hemorragias en la piel y, por último, el coma y la inevitable muerte.

Las mujeres eran más vulnerables que los hombres porque permanecían muchas horas recluidas en sus hogares y, por tanto, estaban más expuestas a las pulgas conductoras.

Inicialmente se consideró como un castigo divino. Ésa era la explicación de la iglesia católica, que también aprovechó la epidemia para hacer caja, gracias a donaciones piadosas para rezos y misas que mitigaran la plaga. No obstante, incluso algunos sacerdotes desertaron de su deber religioso y se negaron a dar los últimos sacramentos a los enfermos. Su vida, en este caso, estaba por delante de su fe.

La autoridades eclesiásticas, por su parte, se enclaustraron en conventos y monasterios para huir de una muerte que se consideraba segura. Pero con ellas viajó la bacteria, que acabó por eliminar a toda la comunidad religiosa allí asilada, como recuerda José López Jara, en su magnifico libro 'La muerte negra (La peste de 1348 en Europa)'. Es una lectura obligatoria para profundizar en el tema.

El papa Clemente VI se negó a recibir visitas en su palacio de Aviñón, donde hasta en verano permaneció entre grandes fuegos que, supuestamente, le salvaguardaron del bacilo. Sobrevivió.

López Jara también nos recuerda que la iglesia culpó a los judíos, los eternos extranjeros, de causar la peste al envenenar ríos y fuentes. Muchos miembros de esta comunidad fueron quemados en hogueras para combatir lo que se creía la ira de Dios.

Pánico entre la población

La población pronto se percató de que la enfermedad era infecciosa y se propagaba por el contacto de las víctimas, con sus ropas, sus cadáveres y hasta sus viviendas. Luego, tarde desgraciadamente, se supo también que existía una variedad de peste pulmonar trasmitida a través del aire, cuando las víctimas inhalaban las bacterias. Antes, hasta se llegó a creer que el contagio llegaba por la vista.

Los médicos de la época se mostraron superados por el bacilo. Nunca habían combatido contra nada parecido. Se limitaron a realizar sangrías, purgas y cauterizaciones o a recetar pócimas. La mayoría de ellos murió poco después de tratar a sus pacientes. Algunos también huyeron, al igual que mucha población, que abandonó las calles de las ciudades para ir al campo, a cuya natural tranquilidad trasladaron también la peste. Ello provocó grandes despoblaciones.

Esta huida masiva propició que muchos cadáveres quedaran sin enterrar y las pulgas se expandieran de forma exponencial. Ello incrementó las infecciones. Como medida drástica para evitarlo, incluso se llegaron a tapiar casas con los enfermos y sus familiares, aún vivos, dentro.

La espiral continuó en distintas rachas hasta 1361, cuando comenzó a mitigarse aquella peste. Luego llegaron otras, como la septicémica. Los últimos casos datan del siglo XIX, ayer mismo.

La muerte negra ha servido de inspiración a infinidad de manifestaciones artísticas, desde literatura a pintura pasando por el teatro. El cine también ha recogido la incidencia de la enfermedad. Destaca, sobre todas las películas dedicadas al tema, la obra firmada por el genial director sueco Ingmar Bergman que llegó a nosotros bajo el título de El séptimo sello.

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