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El caserío Xilokan.
Cuando ETA dejó de ser invencible

Cuando ETA dejó de ser invencible

Un ataque de celos y un complejo operativo de la Guardia civil desembocó en la caída de la cúpula de la banda en Bidart hace 25 años

David Guadilla

Sábado, 25 de marzo 2017, 02:54

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Fue la caída de un mito, el de la «invencibilidad policial» de ETA. A las 18.40 horas del domingo 29 de marzo de 1992, agentes del grupo de élite de la Policía francesa irrumpían en un caserío de la localidad vascofrancesa de Bidart y detenían a Francisco Mujika Garmendia, Pakito, José Luis Álvarez Santacristina, Txelis, y Joseba Erostarbe Arregi, Fiti. Componían el colectivo Artapalo, la cúpula que dirigía ETA y que de un solo golpe quedaba descabezada. Nada volvió a ser igual. El desarme definitivo ha tardado 25 años en anunciarse, pero aquello fue «devastador», recuerda Florencio Domínguez, uno de los mejores conocedores de la historia de la banda.

El varapalo a la estructura terrorista llegó en un momento muy simbólico. ETA quería convertir 1992 en clave para doblegar al Estado y obligarle a negociar. Era el año de la Expo de Sevilla y los Juegos de Barcelona. La banda había diseñado toda una campaña de atentados. Pero aquella estrategia saltó por los aires cuando los agentes del RAID, el equivalente a los GEO, entraban en el caserío.

Culminaba la operación broma queso. Las primeras versiones de las que habló la prensa para explicar cómo se había conseguido capturar a una dirección que, precisamente, se había caracterizado por extremar las medidas de seguridad aludían al azar. De una cartera que había perdido Urrosolo Sistiaga en Barcelona y en la que se habrían hallado datos sobre la dirección de Pakito. Una filtración interesada para generar tensiones en la banda.

Pero la historia era muy distinta. Arrancaba un par de años antes, cuando un colaborador de ETA que había alojado a los miembros de un comando descubre que uno de los miembros del talde había intimado demasiado con su mujer. No se lo toma demasiado bien. Contacta con la Delegación del Gobierno y se convierte en un destacado topo de la Guardia Civil. La primera pieza que cae gracias a sus informaciones es la previsible: los etarras que habían estado en su casa, incluido el amante de su mujer.

Nadie sospecha de él, y se instala en el sur de Francia. Se convierte en una especie de recadista de ETA, mientras pasa la información a las fuerzas de seguridad. Y en un momento concreto da un nombre: Francisco José Rollán, hasta ese momento sin fichar. La Guardia Civil le comienza a vigilar. El seguimiento dura meses. Y da sus frutos. Se descubre que tiene previsto un encuentro en Anglet con un destacado dirigente de ETA, pero no con quién.

Un equipo del instituto armado espera camuflado en una furgoneta. Lo graba todo. Cómo se acerca Rollán en bicicleta y cómo aparece Txelis. A partir de ese momento, todos sus pasos quedan controlados, numerosos etarras son fichados, se descubren escondites... Y a las 18.40 horas del domingo 29 de marzo de 1992, la Policía francesa entra en el caserío Xilokan. Pakito, Txelis y Fiti no oponen resistencia. Dirigían la banda terrorista tras la muerte de Txomin en 1987 y la detención de Josu Ternera en 1989. Bajo su mando se cometieron algunos de los atentados más sangrientos.

«Fue uno de los momentos más felices en mi etapa en el Ministerio, y la verdad es que esos momentos no duraban mucho», recuerda José Luis Corcuera, titular de la cartera de Interior en ese momento. El exministro enfatiza la labor desarrollada por la Guardia Civil durante más de un año y la sensación de que se había dado un «golpe muy simbólico» a ETA. «Pero también teníamos claro que aquello no había acabado, como trágicamente se demostró después». «Me enteré en tiempo real, me llamó Philippe Marchand (ministro del Interior francés en 1992) y lo primero que sentí fue alivio al constatar que todo había salido bien».

«Enorme batacazo»

La operación certificó que la colaboración entre Madrid y París en la lucha contra ETA iba más allá de las declaraciones políticas. Solo dos años antes, Francia había quedado en estado de schock al ser detenido el comando itinrante, liderado por Unai Parot: un ciudadano francés que aprovechaba su nacionalidad gala para no levantar sospechas. Aquello desató la «alarma» en el Gobierno de Mitterrand, recuerda Domínguez. «La manera en que ha sido llevada esta operación demuestra que la colaboración es perfecta, sólida y se reforzará en el futuro», aventuró aquellos días Marchand. Solo dos meses después caían los que estaban llamados a suceder al colectivo Artapalo: Iñaki Bilbao Beaskoetxea, Iñaki de Lemona, y Rosario Pikabea. «Provocó una desmoralización total entre los presos», recalca el actual director del Centro Memorial de Víctimas del Terrorismo.

«Fue un enorme batacazo, no tan definitivo como esperábamos en ese momento, pero fue muy duro para la banda», rememora Juan María Atutxa, entonces consejero del Interior del Gobierno vasco. «Fue un golpe moral potentísimo. Pakito era una autoridad dentro de ETA. No fue definitivo, pero tampoco fue en vano: sirvió para llegar donde hemos llegado».

Se habló del «síndrome de Bidart», se empezó a percibir que todo se reducía a «una guerra particular» entre la Guardia Civil y ETA en la que la sociedad no se sentía «concernida». Y la banda buscó cómo hacerlo. Diseñó la socialización del sufrimiento. La banda se recuperó y el terrorismo no cesó. Solo dos días después fallecía el coronel del Ejército del Aire Aquilino Joaquín Vasco Álvarez al abrir un paquete bomba que había recibido en su casa; el 23 de abril era tiroteado en Irún Juan Manuel Helices, policía nacional... «Pero lo de Bidart fue devastador», recalca Domínguez.

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