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Las cicatrices abiertas de los policías vascos

Las cicatrices abiertas de los policías vascos

Cinco años después del fin de la violencia de ETA, los agentes de Ertzaintza, Policía Nacional y Guardia Civil conviven con el odio y la presión radical

o. B. de otálora/ A. De las Heras/ D. S. Olabarri

Domingo, 23 de octubre 2016, 02:53

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La pasada semana, al salir de un gimnasio de Bilbao, dos ertzainas se encontraron con un coche mal aparcado al final de una rampa. Los agentes, con las bolsas de deporte al hombro, caminaron durante unos metros en silencio hasta que uno de ellos se atrevió a hablar.

Hace unos años habría pensado que era un coche bomba.

Yo también... Pero no lo quería decir.

La conversación resume la presión psicológica a la que se ven sometidos una buena parte de los miles de policías destinados en Euskadi. Unos profesionales que aún intentan olvidar la pesadilla. Cuando en cada esquina podía esconderse un asesino o una sencilla papelera podía convertirse en una trampa mortal. A golpe de atentados, los miembros de la Ertzaintza, Guardia Civil y Policía Nacional tuvieron un adiestramiento de supervivencia que extendieron a sus familias y a su entorno y que se convirtió en una forma de vida.

Cinco años después del fin de la violencia de ETA -el aniversario de aquel anuncio se celebró el jueves- cualquiera podría pensar que todo aquello es un recuerdo. La agresión que hace una semana sufrieron en Alsasua (Navarra) dos guardias civiles que fuera de servicio tomaban unas copas junto a sus novias ha vuelto a abrir una página marcada por el odio y el acoso que en el pasado sufrieron de forma generalizada los policías destinados en Euskadi. Los años en los que, además de estar en la diana de la banda, eran insultados a cada paso.

«Antes me costaba ir por la calle agarrado de mi mujer. La mano para sacar la pistola la llevaba siempre libre e iba con miedo de que me dispararan y la pudieran alcanzar a ella. Y, por supuesto, ella nunca caminaba a mi derecha porque es donde llevaba el arma», narra un policía nacional con 27 años de destino en Euskadi, la mayoría de ellos en la comisaría bilbaína de Rekalde.

«La normalidad no existe»

El veterano agente reconoce que es incapaz de recordar en qué momento dejó de mirar debajo del coche, aunque asume que ese día fue el que supo que ETA había sido derrotada. «Es incuestionable que el clima es más relajado ahora y que vivimos en lo que sería la normalidad», asume, antes de añadir que siguen sintiendo «el rechazo social de mucha gente». «Lo que ha ocurrido en Alsasua puede pasar en las fiestas de cualquier localidad», advierte. «En Euskadi no existe todavía una normalidad. Yo no puedo decir que soy policía y no podemos colgar el uniforme a secar en la calle».

«En la Ertzaintza tampoco podemos poner el uniforme en el tendedero», asegura Jonan, que lleva doce años destinado en la comisaría de la Ertzaintza en Beasain. Está adscrito a seguridad ciudadana, las unidades que convirtieron el verduguillo con el que se cubrían la cara en uno de sus mayores seguros de vida. «Nosostros somos de aquí y en los años duros sabíamos que podíamos ser identificados por compañeros de colegio o por los vecinos de nuestros padres. Cubrirse la cara era una cuestión de supervivencia». Pero en Besasain, ocultar el rostro no sirvió de nada. El 23 de noviembre de 2001, un comando asesinó a los ertzainas Francisco Javier Mijangos y Ana Isabel Aróstegui, casada con un agente y madre de tres hijos, mientras regulaban el tráfico en la salida del pueblo. La Ertzaintza fue consciente entonces de que ETA había puesto a todos los agentes en su punto de mira. Sin distinción. «Hoy en día, cuando hacemos 'korrikas' -patrullas a pie-, la gente nos mira como a extraterrestres. No con hostilidad, sino con sorpresa. Es como si dijeran: '¿Qué hacéis vosotros por la calle?' Durante más de una década nos han visto siempre atrincherados dentro del coche patrulla y les sorprende vernos caminar y a cara descubierta», relata Jonan.

La casuística de las cicatrices abiertas por el odio y cómo las sobrellevan los miembros de las fuerzas de seguridad es variada y muta según se hable de un cuerpo u otro, o en función del territorio del que se trate. Fernando es un guardia civil que hace 33 años llegó a Irún procedente de su Cáceres natal. Desde entonces ha vivido en la ciudad fronteriza. Junto a su mujer y a sus dos hijas, reside en la casa cuartel y ni se le ha pasado por la cabeza marcharse del País Vasco. «Desde hace cinco años no siento el rechazo que antes vivíamos en determinados bares. Algunos que nos conocían se apartaban cuando llegábamos, pero eso ahora ya no sucede». Fernando, no obstante, reconoce que su relativa tranquilidad obedece en buena medida al hecho de que vive en una ciudad grande. «Mi vida es mejor que la de mis compañeros de Oñati. Allí no aguantan ni tres años», explica.

«Un balneario»

En Oñati existe un colectivo bautizado como 'Fan Hemendik', similar a 'Ospa Mugimendua', al que pertenecían los dos detenidos acusados de propinar una paliza a los dos guardias civiles fuera de servicio y a sus parejas en Alsasua. Organizan escraches de forma periódica contra el cuartel y montan performances en los que cuelgan el muñeco de un guardia civil de un globo y lo lanzan al aire hasta que desaparece en el cielo.

Dentro de la tipología de la presión a la que pueden ser sometidos los componentes de las fuerzas de seguridad, lo opuesto al cuartel de la Guardia Civil de Oñati sería la comisaría de la Ertzaintza de Laguardia. «Para nosostros es como un balneario», reconoce un ertzaina alavés que tras años de trabajo como agente operativo en la lucha antiterrorista se dedica ahora a controlar los problemas de los jornaleros de la vendimia.

La diferencia entre Oñati y Laguardia tiene, entre otras, una lectura política. En la primera localidad gobierna EH Bildu con mayoría absoluta mientras que la segunda tiene un alcalde del PP. Del mismo modo, tampoco puede equipararse la presión que sufre un ertzaina con la que padece un agente de la Guardia Civil, cuerpo al que pertenecían 230 agentes asesinados por ETA. Como también hay notables diferencias entre el instituto armado, que mantiene cuarteles a lo largo de toda la geografía vasca, y la Policía Nacional, centrada en sus comisarías de las tres capitales vascas y un puesto en la localidad fronteriza de Irún.

Pero incluso dentro de los cuerpos, las diferencias generacionales marcan barreras a la hora de enfrentarse al fin de la violencia. «Hay compañeros míos que han tenido que dejar la Ertzaintza por problemas psicológicos después de que los radicales les reconocieran y, cada vez que entraba en la Parte Vieja de San Sebastián, les gritaban su nombre diciéndoles que les iban a matar», explica Jokin, un ertzaina procedente de una familia nacionalista y destinado en Hernani. «Yo no puedo olvidar los atentados, los asesinatos, el acoso y decir ahora: vale, empate y todos amigos», confiesa, antes de añadir que eso «lo desconocen las nuevas generaciones. En las últimas promociones no han vivido nada de esto».

Pero el pasado sigue siendo un lastre en la conciencia de muchos de los policías. Y la paliza de Alsasua ha supuesto un recordatorio de que el sector más radical de la sociedad sigue mirándoles con gestos de odio. «A mí me conoce mucha gente como policía y no se me ocurriría meterme de fiesta en el Casco Viejo. Quien evita la ocasión evita el peligro», afirma un agente de la Policía Nacional destinado a la lucha antiterrorista. «Pero entiendo a los de Alsasua», continúa. «No van a estar escondiéndose siempre. ETA ya no mata pero el mundo radical sigue ahí y están envalentonados».

En la Ertzaintza, cansados de años de escuchar cómo les gritaban 'zipaios', la sensación del odio con que les contemplan los sectores más radicales ha creado una mezcla de resignación y enfado. «Un nazi es un nazi, aunque se haya acabado la Segunda Guerra Mundial. Aquí ha pasado lo mismo. Pero no se quieren dar cuenta de que nosotros estamos aquí para servirles también a ellos. Siempre recordaré cuando tuvimos que defender a los simpatizantes de la izquierda abertzale, escondidos en sus 'herrikos tabernas', de los ciudadanos que querían pegarles después de que ETA asesinara a Miguel Angel Blanco. Ellos, que se creen los verdaderos gudaris, deberían asumir lo cobardes que han sido siempre», afirma Jonan.

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