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Iñigo Urkullu, Job con makila

Iñigo Urkullu, Job con makila

Acompañamos al candidato del PNV, un ‘político diésel’ que consume poco, hace muchos kilómetros y tiene un motor con cuatro años de rodaje

Julián Méndez

Lunes, 12 de septiembre 2016, 01:36

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El día de Iñigo Urkullu comienza con una partida de mus. O mejor dicho, con una salida de Mus. A las seis de la mañana, tras encender la cafetera que ha dejado preparada de víspera, el lehendakari abre la puerta del piso familiar de Durango y sale a pasear en la noche al diminuto yorkshire. «Es mi obligación de todas las mañanas», sonríe. Cada día se cruza con una pareja, un chico y una chica, que regresa a casa tras el turno de noche. «Los primeros días, cuando nos cruzamos, me di cuenta de que se giraban, noté su mirada. Es una reacción habitual... pero tras cuatro años como lehendakari sigo siendo tímido, siento vergüenza», confía.

El viernes Urkullu desayunó un café con leche, uvas y pan integral tostado. Como veremos, este hombre frugal, ascético y mesurado, huye de los excesos. Uno diría que ha forjado su carácter puliéndolo con el esmeril de la paciencia y la templanza, virtudes cardinales convertidas en brújula de su existencia. Un beso de despedida en la puerta a su esposa, Lucía Arieta-Araunabeña, y una última caricia a Mus, e Iñigo Urkullu Renteria (Alonsotegi, 1961) se sumerge en el ajetreo doble como candidato y lehendakari.

Aitor, el conductor del A6 oficial de 170 caballos, abre la puerta trasera derecha. Entre los asientos, el paquete de periódicos y la tablet. Tras estudiar el programa del día y atender llamadas y mensajes, Urkullu echa un vistazo a su móvil. Abre por primera vez el grupo familiar de WhatsApp. Etxekoak lo han bautizado (los de casa), cordón umbilical con los suyos. «Yo no respondo nunca, pero sigo lo que escriben. Por la mañana tenemos establecido un saludo entre todos. Entre 7.30 y 8 hay que poner un mensaje de buenos días. A lo largo de la jornada van apareciendo ahí las novedades sobre estudios, recados de casa, exámenes... Es el único modo de saber cómo están. Saben que no pueden llamarme porque tengo reuniones, entrevistas, trabajo... Al mediodía llamo un rato a Lucía para comentar... Y por la noche, también hay obligación de enviar un mensaje a los demás», señala.

La jornada pública comienza a las 8.30 horas, con una entrevista de radio entre las mesas de la cafetería Bermeo, en el Ercilla. Al fondo, en la cocina, Jonatan Herrero prepara la primera de las tres tortillas de patata de primera hora. Al salir, camino del Fórum Nueva Economía, Urkullu estrecha las manos de camareros, periodistas, compañeros de partido, empresarios... A todos los llama por su nombre de pila con una capacidad memorística desbordante que aún asombra a Miren, su secretaria desde hace 14 años.

Ante un auditorio que resumiría el quién es quién de la vida económica y política de Bizkaia y Álava, Urkullu vuelve su vista hasta 2012 cuando, dice, asumió el cargo y se enfrentó a una «situación de emergencia social». Hoy, cabeza visible de un país «serio y confiable» presenta, como un Moisés menudo, «los 10 pilares de nuestra estrategia 2020». El público le sigue en un silencio expectante.

Al final, más saludos, comentarios con el rector, con Andoni Ortuzar, con empresarios... Escribe luego Urkullu una dedicatoria con su caligrafía de amanuense. Firma con una rúbrica cargada de simbología que parece una P mayúscula.

Salimos a toda mecha camino a la basílica de Arantzazu. Volamos sobre carreteras húmedas mientras los rayos perforan el cielo allá arriba, donde el genio de Luis Oteiza talló una especie de sarcófago para el alma vasca custodiado por 14 apóstoles macizos como pilieres de rugby.

Subidos en los escalones de piedra, en formación, miembros de la asociación de presos Etxerat con sus eslóganes y sus banderas. Entre ellos, caras imborrables como Josu Zabarte, al que apodaron Carnicero de Mondragón, con sus bigotones de pistolero viejo. El lehendakari, la makila en la mano, atiende durante cerca de un cuarto de hora las reclamaciones de dos portavoces con pañuelos blancos al cuello y recoge un informe. No descompone el gesto en ningún momento. «Estamos para escuchar tanto lo bueno como lo malo. Y, considero, independientemente de que ostente un cargo, que el respeto entre las personas es fundamental. A veces, se dirigen a mí de forma muy burda, con modales fuera de los códigos... pero es lo excepcional. Lo que aún me sorprende hoy es cuánta gente se acerca a mí para contarme sus problemas, para decirme que su hijo está en paro, que han padecido un cáncer de mama... Conmigo se sienten escuchados. Y yo me emociono con ellos. Esos momentos alimentan mi espíritu», nos dirá luego.

La Banda Municipal de txistus de Oñati forma ante Urkullu y dos dantzaris se aplican en el aurresku de honor. Al tiempo, repican las campanas de la basílica, silenciando las agudas notas solemnes. Urkullu se acerca, como hace siempre, a saludar a los músicos y, luego, desciende las escalinatas que dan acceso al templo. El hermano Antonio Larrea se encarga de indicarle su sitio. De la sacristía, envuelto en una nube de incienso que lo hace casi invisible, asoma con su tiara el obispo Munilla. Delante suyo, Telmo Azkarate, de la Escuela de Monaguillos, le sostiene el báculo.

Diez euros para el cepillo

Urkullu sigue la misa con atención. Canta, reza y pone un billete de 10 euros en el cepillo. Al acabar, el obispo, un hombre que no da puntada sin hilo, le pide que declare festivo el día de Arantzazu. Los saludos, las presentaciones se demoran otros 20 minutos.

Subimos al coche oficial para acompañarle a Vitoria. «La primera excursión que hice de niño fue a las campas de Urbia y vinimos a ver la basílica, así que este lugar está lleno de recuerdos. Oteiza tenía una visión cosmogónica de la vida que plasmó aquí», explica. «En cuanto puedo piso la calle. Los anteriores lehendakaris vivían condicionados y limitados, pero, afortunadamente, eso ha cambiado», dice.

Su vida doméstica también lo ha hecho. En mayo dejó el adosado para regresar al piso familiar. El hijo mayor, Kerman, «se ha independizado» y vive ya con su pareja. «Los martes vienen a cenar. Me gusta que nos reunamos todos para cerrar el día. La cena no es nada formal, puede preparársela cada uno. Lo normal es que Lucía haga alguna ensalada. Nos vamos a dormir pronto, a las 11. Somos tempraneros. Es una cuestión de salud mental, de reloj biológico... Y si queremos ser europeos, debemos acostumbrarnos a sus horarios».

Urkullu solo bebe agua. Distingue las marcas (Insalus y Solans son sus favoritas), pero desd sus tiempos del Consorcio es defensor y consumidor absoluto de agua del grifo. Y toma fruta de temporada aunque evita las dulces, como los higos. «Tenemos una higuera en Alonsotegi; mi madre podría comérselos todos».

Llegamos a la plaza de la Virgen Blanca. Tras reunirse con los responsables alaveses, van a comer al Virgen Blanca. Pide guisantes con salsa roquefort (que aparta cuidadosamente) y una tajada de merluza a la plancha. Pagan a escote y paseo hasta Ajuria Enea: encuentro de trabajo con sus asesores más próximos.

Cambio de ropa. Náuticos, camisa blanca y chinos, camino del barrio de Las Cortes. Su esposa y su hija le esperan tomando un txakoli en El perro chico. Iñigo charla con ellas en el Museo de Reproducciones mientras le adosan un micro a la espalda. Sale a la calle San Francisco. Una mujer lucha contra las bascas en una esquina. Urkullu es recibido por las fuerzas vivas del barrio, con Tito Borja (62) a la cabeza. Al final, aguanta 15 minutos los desvaríos de un tipo que quiso reventarle el mitin a gritos. Sin un mal gesto, con paciencia de santo. Luego, los chicos de EGI («no parecen del PNV», los radiografía Ana, una clienta moderna de Mongolia), le llevan de marcha (eso sí, con un botellín de Font Vella en la mano). Y poco después de las 9, para casa...

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