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El artificiero José Manuel Valdés, con el robot más moderno de la Ertzaintza para desactivar bombas.
La 'última llamada' de los ertzainas que desactivaban bombas

La 'última llamada' de los ertzainas que desactivaban bombas

Los artificieros de la Ertzaintza se comunicaban por teléfono con sus familias antes de cada operación: querían dejarles como legado un buen recuerdo ante el riesgo de que el explosivo que iban a neutralizar acabara con sus vidas. La unidad abre a EL CORREO las puertas de su 'museo', que incluye artefactos de todo tipo empleados por ETA, y revive sus recuerdos de décadas de terrorismo

óscar b. de otálora

Domingo, 22 de mayo 2016, 02:41

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«Cuando íbamos a desactivar una bomba no había forma de saber si íbamos a volver con vida. Como queríamos que la familia tuviera un buen recuerdo nuestro en el caso de que no volviese a vernos, telefoneábamos a casa, aunque fuese para preguntar por cómo iba el día o qué había para cenar. Entre nosotros bautizamos esa conversación como 'la última llamada'. Lo que buscábamos es que, si la familia no volvía a vernos, por lo menos tuviese el buen recuerdo de esa última conversación». Quien así habla es José Manuel Valdés García, un histórico artificiero de la Ertzaintza y autor del libro que recoge la historia de los 30 años de la Unidad de Desactivación de Explosivos (UEDE) del Cuerpo. Esta sección ha sido la punta de lanza en la lucha contra el terrorismo de ETA, y también la primera línea de defensa de la sociedad ante los coches bombas y los paquetes explosivos que durante los años de plomo se convirtieron en una realidad cotidiana en las calles de Euskadi.

El libro, de difusión interna dentro de la Policía vasca, es una recopilación de los eventos que han rodeado a este grupo de hombres y mujeres que convirtió la desactivación de explosivos en algo más que su modo de vida. Un grupo de personas que, mientras ETA estuvo activa, se enfrentaban cada día de trabajo al desafío de no saber si regresarían a su domicilio al final de la jornada laboral o morirían en ella. Valdés ha querido homenajear también a «las personas» que en esos años se enfrentaron a los terroristas. En especial, a partir de que la banda se conjurase para acabar con los artificieros -convertidos en un referente de la victoria sobre el terror- y lo intentase una y otra vez mediante trampas cada vez más sofisticadas. En los últimos años de la acción de ETA hubo decenas de emboscadas a los desactivadores, de las que salieron indemnes. Según los datos del libro, desde 1992 a 2012, la UEDE intervino en 14.363 ocasiones, lo que equivale a dos salidas diarias ante incidentes que podían ser una falsa alarma o algo más dramático.

Macabro cartel

«La pregunta que nos hacíamos al llegar a una alerta de bomba era: ¿cuál es el objetivo? Y si no estaba claro cuál era el punto contra el que querían atentar los terroristas, era evidente que lo que allí había era una trampa para nosotros», recuerda Valdés. Uno de las celadas más preparadas tuvo lugar en 2003, cuando ETA intentó acabar con la vida de los artificieros mediante un sistema sofisticado y diabólico. «Hubo un aviso de explosión y, sin embargo, no se produjo la detonación. Cuando llegamos a la zona, en el barrio de Larraskitu, en Bilbao, vimos un coche estacionado con el maletero justo en la pared. Estaba claro que allí estaba la bomba y lo habían aparcado de esa manera para que no pudiéramos examinar su interior», explica el agente. «Tuvimos que desplazar el coche arrastrándolo con cuerdas y poleas, aunque antes uno de los compañeros se acercó a quitar el freno de mano. En ese momento, contemplábamos la posibilidad de que la bomba explotase, pero la zona ya había sido desalojada y no habría habido víctimas civiles». Cuando los policías vascos consiguieron desplazar el automóvil, acercaron un robot que comenzó a manipular la bomba

«Mediante las cámaras vimos que habían dejado un cartel con la frase: 'Esta os la coméis, cabrones'. En ese momento nos empezamos a reír», recuerda Valdés. Sin embargo, mientras comenzaban a retirar la bomba, vieron el brillo de una pequeña bombilla LED en lo que podría ser un agujero de un doble fondo del cilindro metálico que contenía el explosivo. «Nos fuimos todos corriendo, casi como en los dibujos animados. Acabábamos de descubrir la trampa». Los etarras habían ocultado una segunda carga en un compartimento oculto, diseñada de tal forma que cuando los ertzainas creyesen que la bomba había sido desactivada y procedieran a retirarla, estallase.

Resulta paradójico, pero el primer y único muerto de la unidad es Luis Hortelano García, quien falleció el 24 de mayo de 1989 en Bilbao, al estallar una bomba trampa en el barrio bilbaíno de Zorroza. Hortelano, un agente de la Policía Nacional con el que contactó el incipiente Gobierno vasco para que pusiera en marcha una unidad de desactivadores, era «un hombre de acción», recuerda Valdés. «Aunque aún no teníamos competencias operativas, el jefe era una persona que iba a todos los atentados para reunir información y ayudar en lo que podía», añade Valdés. En aquella ocasión, los terroristas habían colocado una trampa en la base de cemento que servía de base a la bomba. «Todo el mundo pensó que había sido desactivada». Al retirarla, estalló porque tenía un sistema antimovimiento. Fallecieron Luis Hortelano, al que un monolito recuerda hoy en día a la entrada de la unidad, y los policías nacionales Manuel Jódar y José María Sánchez

Información vital

La colaboración entre distintos cuerpos, en este sentido, es una de las claves de la actuación de los artificieros, una sección que siempre ha estado al margen de las rivalidades entre Guardia Civil, Policía y Ertzaintza que han existido en otras áreas. «Nosotros sabemos que nuestra información es vital. Que cuando descubrimos una trampa o un nuevo sistema que utilizan 'los malos' tenemos que compartir esos datos con máxima urgencia, porque la vida de una persona puede estar en peligro», explica Valdés. Esta especial conexión se produce con mayor énfasis entre los miembros de la propia unidad. «Nosotros siempre vamos en pareja pero cuando alguien asume un movimiento conflictivo tiene que ir solo, porque su compañero debe quedar con vida para continuar con el trabajo. En una desactivación larga nos vamos cansando, así que uno se retira para descansar y es el compañero el que se dirige a la bomba. La complicidad es absoluta», explica el artificiero. «Hay compañeros con los que yo igual no iría ni a heredar pero cuando estábamos en un incidente, nuestra conexión era mayor que entre hermanos», agrega.

Esta hermandad especial se recompensó en 2002, cuando la asociación de víctimas Covite otorgó un premio especial a todos los artificeros que han trabajado en el País Vasco, tanto de la Ertzaintza, como de la Guardia Civil o de la Policía. El galardón se encuentra hoy expuesto en el museo de los artificios, situado en la base de la unidad en Iurreta. El local conserva, en muchos casos en forma de réplica, los instrumentos que la banda ha empleado para intentar propagar el terror: desde bombas lapa a libros trampa o temporizadores fabricados con móviles. Entre los objetos que se conservan hay una réplica de uno de los atentados más extraños cometidos en Euskadi y cuyos autores aún no han conseguido ser localizados. En agosto de 2001, alguien dejó abandonado un cochecito de juguete en un bar de San Sebastián. Previamente, lo había manipulado para colocar en su interior pequeñas bombas de gas rellenas de pólvora y un rudimentario sistema de detonación. Un niño hizo rodar el coche, que estalló al instante y acabó con la vida de su abuela, que estaba sentada junto a él. En el museo también pueden verse granadas caseras fabricadas por ETA o lanzacohetes de los terroristas. El artificiero José Manuel Valdés observa los objetos de una forma mecánica, sin la emotividad que podría presumirse en alguien que ha podido perder la vida al enfrentarse a esos instrumentos de la muerte. «Si algo se aprende al desactivar bombas es a mantener la mente fría», explica. «Cualquier emoción, cualquier desequilibrio, puede generar una equivocación y eso es fatal cuando lo que tienes entre las manos es una bomba diseñada para matarte. Los errores de los artificieros son mortales», añade.

El historiador de la unidad reconoce que todavía se pregunta por qué se dedicó a este oficio. «Lo que tenemos claro es que no se trataba de buscar la fama. Sabemos que salvamos vidas pero nunca ha habido nadie que haya buscado esa gloria. Tampoco es el dinero, porque tenemos un salario similar al de otros agentes. Es otra cosa... que no sabría explicar», se atasca Valdés. El agente, en este sentido, ocultó a su familia siempre que era un artificiero y que todos los días se jugaba la vida. Trás tres décadas en el oficio, sólo se enteraron cuando, hace escasos días, presentó su libro en un acto privado al que también asistió la consejera Estefanía Beltrán de Heredia y la cúpula de la Ertzaintza. «Hasta ese día no había querido contárselo a la familia para que no se preocupasen. Era una cuestión que yo prefería llevar en privado. Esto no va de hacerse el héroe», concluye.

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