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Hillary y Bill Clinton hacen campaña en New Hampshire.
Un café cargado

Un café cargado

El senador Bernie Sanders puso en apuros a Hillary Clinton, favorita en la carrera a la nominación demócrata, al recordar que su marido apoyó la desregulación financiera que condujo a la debacle económica mundial

Javier Muñoz

Domingo, 7 de febrero 2016, 03:03

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La designación de Hillary Clinton como candidata demócrata a la presidencia de Estados Unidos no está resultando sencilla, y la culpa la tiene el otro aspirante, el senador por Vermont Bernie Sanders, cuya retórica de izquierda puso a su partido en estado de alerta.

Sanders no ha superado a su rival, como llegó a hacer Donald Trump con sus adversarios republicanos durante un tiempo, pero se colocó a la par en las encuestas y fue derrotado en el caucus de Iowa por muy poco. Es una situación poco corriente -también lo fue el prolongado éxito de Trump- y posiblemente esté relacionada con el descontento de millones de estadounidenses que han comprobado que el crecimiento económico de EE UU no les alcanza a ellos. Como es lógico, Sanders ha intentado sacar partido de esa irritación, y en uno de los debates con Hillary Clinton recordó que el desplome de Wall Street que provocó la actual recesión mundial se gestó durante el segundo mandato presidencial de su marido. Fue entonces cuando llegó al Congreso la legislación que desreguló los mercados financieros y allanó el camino a una debacle económica cuyas consecuencias todavía están sufriendo amplias capas de votantes en todo el mundo.

A Sanders se le ha tildado de populista, y no les falta razón a quienes lo critican. Pero a la luz de los hechos a los que se refirió no es descabellado sugerir que la crisis de las hipotecas subprime que estalló en el verano de 2007 y el desastre financiero de Lehman Brothers de 2008 tuvieron su origen, al menos en parte, en la política adoptada por Bill Clinton después de un encuentro con unos varios banqueros celebrado el 16 de mayo de 1996.

En aquel tiempo, el entonces presidente demócrata se preparaba para la reelección, y sus colaboradores buscaban donantes para financiar la campaña. Uno de los reclamos que se les ocurrió para conseguir dinero era pasar una noche en la Casa Blanca. Pero otra opción era conversar distendidamente con el presidente en torno a una taza de café. Un portavoz de Clinton intentó justificar aquellas charlas de trabajo

(Se organizaron 103) asegurando que gracias a ellas el Gobierno podía conocer mejor los sectores económicos que debía regular. Pero los banqueros que se citaron con Clinton no querían explicarle cómo funcionaba su aburrido negocio (pagar poco por los depósitos y cobrar más por los préstamos), sino plantear una reivindicación: que desapareciera el obstáculo legal que impedía a la banca tradicional dedicarse también a la especulación financiera.

En aquella reunión estuvieron presentes Bill Clinton; el tesorero del Partido Demócrata, Martin Rosen, y el secretario del Tesoro, Robert Rubin, que había sido director del banco de inversión Goldman Sachs. Los acompañaron el encargado de Asuntos Monetarios, John Hawke, y el regulador del sector bancario, Eugene Ludwig. Un portavoz de este último hizo un sucinto pero diáfano resumen de lo que allí se habló: «Los banqueros discutieron la legislación futura, incluidas las ideas que permitirían quebrar la barrera que separa a los bancos de las demás instituciones financieras».

La barrera en cuestión era la ley Glass-Steagall que el Congreso había aprobado 1933, a las pocas semanas de que el demócrata Franklin D. Roosevelt se instalara en la Casa Blanca. Esa ley, bautizada con los apellidos del senador Carter Glass y el congresista Henry Steagall, que fueron quienes la impulsaron, levantó un muro entre la banca de inversión (en la que los clientes se juegan su dinero) y la banca de depósitos (la que abre cuentas corrientes y también concede préstamos, se supone que sin poner en peligro las primeras). Había una poderosa razón para tomar esa decisión. La confusión de ambas actividades había provocado el crash bursátil de 1929 y la Gran Depresión que dejó a Estados Unidos económicamente postrado y al borde de un estallido social.

Ese desastre había sido posible porque los bancos habían prestado grandes sumas para especular con acciones, que se usaban como prenda. Pero los títulos subían y subían, de modo que la gente los vendía, devolvía el préstamo y obtenía un beneficio. Cuando la fase alcista acabó, el tinglado se vino abajo (las acciones valían menos que el préstamo con el que fueron compradas). Los especuladores se arruinaron, los bancos cerraron y los depositantes de esas entidades se quedaron sin nada. Como la economía se colapsó, el paro se propagó por todas partes. Y cuando Estados Unidos, para salir del paso, reclamó a Alemania el dinero que le había prestado unos años antes, un terremoto asoló Europa. Un terremoto primero financiero, luego político y finalmente militar.

La ley Glass-Steagall permaneció seis décadas en pie como el recordatorio de aquella pesadilla, pero en mayo de 1996 la memoria era débil. En torno a un café, los banqueros insistieron a Bill Clinton, a su equipo económico y al tesorero de los demócratas en que había que eliminar esa vieja norma que les impedía beneficiarse de la combinación de Internet (avance tecnológico que fue apoyado por la Administración de Clinton) y los nuevos instrumentos financieros. Le invitaban a dar carpetazo a la ley sobre la que Franklin D. Roosevelt había estampado su firma en un momento crucial de la historia de su país. Bill Clinton les hizo caso y en 1999 puso su rúbrica en una nueva legislación desreguladora que había sido aprobada previamente por un Congreso de mayoría republicana.

En 2000, cuando Clinton había dejado la presidencia, Goldman Sachs le pagó 650.000 dólares por cuatro discursos. Y Citigroup, otros 250.000 por una intervención similar en Francia. De 2001 a 2007, él y su esposa Hillary ingresaron 109 millones de dólares, aunque una parte de ese dinero lo dedicaron a las minutas de abogados y las deudas contraídas en el escándalo de Monica Lewinski.

La supresión de la ley Glass-Steagall en 1999 metió el turbo en las finanzas e incrementó el número de ahorradores estadounidenses que ligaron su destino a ellas. Apenas un año después, en 2000, se produjo el crash de las acciones de las empresas de Internet. Pero la tormenta volvió estallar con una fuerza terrible en 2007, si bien esta vez no se especuló con acciones, sino con viviendas y con el eslogan populista de ser propietario de una de ellas, aunque no fueras solvente, un boom alimentado por la Administración republicana de George W. Bush.

En realidad, antes del crash del 29 también hubo un boom inmobiliario en Florida, pero la novedad de 2007 es que entraron en el juego las hipotecas que habían permitido comprar inmuebles a personas que sólo podrían pagar las cuotas mensuales al principio. Los bancos estadounidenses los convirtieron en títulos, luego mezclaron esos títulos con los de otras hipotecas y pusieron el mejunje a la venta al otro lado del Atlántico. Era una madeja incomprensible incluso para los banqueros que la habían dejado crecer, y en la que quedaron atrapados ellos mismos, millones y millones de clientes y todo el sistema financiero en 2007 y 2008.

Aquel fenomenal batacazo, del que todavía no hemos salido, se gestó tomando un café con el presidente. La frustración social generada desde entonces alimenta populismos de nuevo cuño.

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