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Plaza Mayor de Soria.
Poesía y torreznos por Soria

Poesía y torreznos por Soria

Con la llegada del frío es tiempo de disfrutar de la melancolía de las ciudades castellanas y de su gastronomía amodorrante

Luis López

Domingo, 29 de noviembre 2015, 01:53

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Por fin llega el frío y con él la necesidad de regresar a tierras castellanas. Ahora, ciudades como Soria alcanzan su cénit melancólico porque es cuando sus campos están yermos y sus chopos desnudos; cuando los ecos de los pasos resuenan en los soportales de piedra gélida mientras nos sumergimos en el vaho de nuestro propio aliento. Pero también es el momento en el que la gastronomía calórica y amodorrante adquiere su verdadera talla. ¿Cómo no iba a caer cautivado de esta tierra Antonio Machado? ¿Cómo no iba a inspirarse en ella para alumbrar una parte fundamental de su obra poética?

Soria tiene muchas otras cosas buenas. Una, que está sólo a un par de horas de Euskadi. Dos, que es una pequeña población donde ir andando a todos lados. Tres, que tiene un entorno interesantísimo donde pasar unos cuantos días (la Laguna Negra, el cañón de Río Lobos, Calatañazor). Pero hoy nos quedamos en la capital. Pequeña y amable, proponemos un paseo de cuatro kilómetros en el que exprimir su esencia.

Arrancamos de la Alameda de Cervantes, mancha verde en pleno centro de Soria en cuyas campas los niños juegan a la pelota y los jubilados comen castañas. La vegetación lo envuelve todo y sirve de cobijo tanto a parejas adolescentes como a grupos de señoras endomingadas. El paseo del Espolón discurre paralelo.

Una vez atravesado el parque llegamos a la Plaza Mariano Granados, peatonalizada y limpia, que es como la puerta de entrada a la Soria histórica. Antes de continuar nada tiene de malo caer en la tentación de la York, histórica chocolatería que lo mismo despacha curros que repostería potente elaborada a base de la célebre mantequilla del lugar.

De ahí se continúa hacia la El Collado, el corazón del Soria, la calle peatonal flanqueada por casas de piedra y soportales que cobijan a comercios irreductibles. Es angosta y a menudo sombría, y puede que por eso en los días despejados el cielo se perciba mucho más azul desde semejante fosa medieval. Los fines de semana bullen en su entorno las plazas Ramón Benito Aceña y San Clemente, y sobre las barras de sus bares se amontonan torreznos crujientes que ya han alcanzado la consideración de rudimentario emblema gastronómico de la ciudad. No hay que tener prisa. En estos lugares uno redescubre el placer del paseo tranquilo, como errante. También el gusto por las paradas caprichosas en tal o cual bar. Muy cerca está, por cierto, el Fogón del Salvador, uno de los restaurantes más considerados del lugar donde se puede tocar el exterior de la cúpula del horno al tiempo que se entra al comedor. Hacerlo y no pedir cordero queda raro.

Bueno, tampoco es cuestión de despistarse. La caminata sigue por El Collado, donde se toma un café el poeta Gerardo Diego. Frente a la estatua del escritor está el Casino, con sus cristales biselados, sus muebles de madera negra, sus terciopelos y sus lámparas de araña. Luego llegamos a la Plaza Mayor (donde está otro 'must' gastronómico, el Mesón Castellano, donde destaca el cochinillo), enclave sobrio y anguloso, recio como todas las plazas mayores de la vieja Castilla. En la esquina Este se levanta Santa María la Mayor, templo donde se casó Machado y tres años y tres días después enterró a su esposa adolescente, que sucumbió víctima de la tuberculosis. Una estatua de Leonor Izquierdo recibe a la puerta. Y un anciano del lugar informa: «Machado se casó con ella cuando él tenía 34 años y la chavala sólo 15 ¡Y eso que esperaron un año desde que habían empezado a salir! Estos andaluces son terribles».

Los pasos de Machado por Soria siguen muy presentes. En el mirador de los Cuatro Vientos, junto a la ermita del Mirón, un monumento recuerda a la pareja porque hasta allí llevaba el poeta a su esposa enferma con la esperanza vana de que sanase. Pero, sobre todo, uno cree escuchar al poeta a las orillas del Duero. En la bajada desde la Plaza Mayor hasta el río conviene detenerse en la concatedral, fría y húmeda. Y, una vez en la ribera, visitar el monasterio románico de San Juan de Duero con sus arcos emblemáticos. Desde ahí, caminos peatonales y pasarelas de madera conducen, entre chopos, juncos y matorrales, a la ermita de San Saturio, santo ermitaño y maestro del patrón alavés San Prudencio.

Este enclave es sorprendente por el entorno y porque a la construcción se accede a través de una cueva con recodos y pasadizos intrincados. Hasta hace un par de décadas residía allí un santero que durante siglos fue personaje fundamental en la vida soriana. Hoy de él queda el recuerdo y todo un entorno capaz de hacer retroceder el tiempo. Sobre todo, ahora que llega el invierno. También lo pensaba Antonio Machado:

¡Soria fría! La campanade la Audiencia da la una.Soria, ciudad castellana¡tan bella! bajo la luna.

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