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Aficionados del Parma manifestando su deseo de solucionar los problemas del club.
El destino de las estrellas fugaces
fútbol

El destino de las estrellas fugaces

El Parma, que vivió unos años dorados en la década de los noventa, baja la persiana, sumido en la ruina

Jon Agiriano

Sábado, 28 de febrero 2015, 00:50

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Hay crepúsculos de muchos tipos, formas muy variadas de ocaso. En el fútbol, la caída de la noche en un club se manifiesta de diferentes maneras, pero la más dolorosa, como sucede en todos los negocios, es la bajada fulminante de la persiana. Esto es lo que le sucedió al Parma el pasado fin de semana. En bancarrota, el club italiano no pudo jugar el pasado domingo contra Udinese. Sencillamente, no tenía dinero para abrir el estadio Ennio Tardini y afrontar los gastos de luz, seguridad y ambulancias propios de un partido. Según dicen, sólo le quedan en caja 40.000 euros, y eso que los jugadores y los empleados llevan desde agosto sin cobrar. El gran Antonio Cassano, de hecho, abandonó el club hace unas semanas, harto de las promesas incumplidas de sus dirigentes.

Desde el pasado mes de mayo, cuando el equipo fue excluido de la Europa League por impagos del IRPF, el Parma ha tenido cinco presidentes. Y ninguno ha sabido lo que hacer con una deuda impagable de 70 millones de euros, 15 de ellos en nóminas. El día a día es desolador en el club emiliano. Hace dos semanas, unos acreedores se llevaron cuatro furgonetas de la Ciudad Deportiva. Hernán Crespo, el técnico del filial, ha denunciado que no tienen ni agua caliente en las duchas y que varios chavales han enfermado. Damiano Tommasi, presidente de la Asociación de Futbolistas, visitó a la plantilla y, lejos de ofrecerles alguna esperanza, les pidió a los jugadores que tuviesen cuidado con las apuestas ilegales, ya que ésa podía convertirse en su única fuente de ingresos. Supongo que los futbolistas no saldrían muy animados del encuentro. En realidad, no saben lo que hacer. Eso sí, como anunció su capitán Alessandro Lucarelli, quieren jugar mañana en Génova aunque tengan que viajar en sus coches particulares, lo que ya hacen los jugadores del filial.

Se hace inevitable pensar (o sentir, más bien) lo lejos que quedan los tiempos de aquel Parma campeón que se cruzó con el Athletic hace veinte años. Recuerdo bien aquella eliminatoria de la UEFA. Lo primero, la ilusión que había en Bilbao después de que el equipo de Jabo Irureta hubiese eliminado al Newcastle, campeón de la Premier. Los italianos eran otro rival de grueso calibre. Un año antes, habían ganado la Recopa y la Supercopa de Europa. Del partido de ida en San Mamés, me quedó grabado el gol de Ziganda a poco de comenzar la segunda parte, un perfecto cabezazo escorado llegando en carrera para alcanzar un centro desde la derecha. Era un buen resultado. Probablemente no tan bueno como lo sería ahora -las percepciones cambian y el valor de los 1-0 ha ido creciendo con el paso de los años-, pero lo suficiente como para confiar en hacerlo valer en Parma.

Una estrella fugaz

No fue así. El Athletic cayó 4-2 en el partido de vuelta, del que la memoria me ha hecho una selección muy particular. El equipo de Nevio Scala tenía futbolistas magníficos como Dino Baggio, Zola o Fiore. Los dos primeros pusieron el marcador en 3-0 para el minuto 47, pero no recuerdo sus goles, ni ninguna de sus jugadas. Lo que no he podido olvidar es la montaña rusa de emociones que fue la segunda parte: el rayo de esperanza que supuso el 3-1 de Óscar Vales; la puñalada a traición del 4-1, para más inri obra del odioso Couto; de nuevo la ilusión con el 4-2 de Guerrero y, por último, la indignación mayúscula con el árbitro, que escamoteó al Athletic un penalti de libro a Andrinua en los minutos finales. El trencilla era inglés, un tal David R. Elleray. Desde aquel día, tuerzo el gesto con una mueca socarrona cada vez que oigo hablar de la superioridad de los colegiados británicos. Son tan malos como los demás, y eso que juegan con una gran ventaja, al menos respecto a sus colegas españoles, argentinos, brasileños, portugueses, italianos, etcétera: en su país, engañarles no está bien visto.

Lo de Elleray fue una sinvergonzada, eso que se llama un arbitraje UEFA, siempre obsequiosa con el poderoso. Y el Parma, que acabaría ganando aquella Copa de la UEFA, lo era entonces. Y mucho. Lo fue durante toda la década de los noventa. En la plantilla con la que volvió conquistar la UEFA en 1999, figuraban, por ejemplo, futbolistas de tanto renombre como Buffon, Thuram, Veron, Dino Baggio, Cannavaro, Fuser o Asprilla. Una colección de figuras, algunas de ellas todavía en ciernes. Sin embargo, había algo en aquel equipo que, ya entonces, me hacía recelar. Básicamente, respecto a su grandeza. Siempre he tenido claro que los clubes verdaderamente grandes, los que perduran, que es como decir los que se sobreponen a los inevitables tiempos de desolación que depara el fútbol, son los que están cimentados en un sentimiento multitudinario, los que nacen de abajo a arriba. El resto son productos artificiales. El Parma era un club modesto. Siempre lo había sido. Y no dejaba de serlo pese a sus cracks fichados a golpe de talonario y sus primeros títulos. Era un producto artificial, una estrella fugaz condenada a consumirse. Sólo la sostenía el gigante Parmalat que, como se ha demostrado, también tenía los pies de barro. De hecho, ahí tienen a su antiguo presidente, Calisto Tanzi, en prisión acusado de bancarrota fraudulenta y largando acusaciones sobre pagos, durante veinte largos años, a una treintena de políticos italianos. Una pena.

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