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Pablo Martínez Zarracina
Lunes, 1 de junio 2015, 01:23
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Los grandes acontecimientos generan ansiedades insuperables. Nos pasa desde niños, cuando las vísperas de los Reyes Magos resultaban más intensas y turbadoras que los días de Reyes propiamente dichos. De hecho, cuando pasan los años no recordamos tanto los regalos que los Reyes nos trajeron o nos dejaron de traer como la cantidad descomunal de ilusión que fuimos capaces de acumular. No es que no consiguiésemos dormir en aquellas Navidades de la infancia, es que apenas podíamos vivir, paralizados por la mezcla irrepetible de magia y felicidad, electrizados al tiempo por la impaciencia y el deseo.
Si la cercanía de unos seres sobrenaturales que pilotan camellos y están decididos a subvertir las leyes físicas para darnos regalos bastaba para sacarnos de nuestras casillas, imagínense lo que hará el Athletic llegando a una final. Acabamos de comprobarlo. Y eso que se nos decía que esta final de Barcelona no sería capaz de generar tanta ilusión como las anteriores, que las últimas derrotas moderarían la pasión de los aficionados y por extensión de la ciudad.
Craso error. Lo que ha pasado ha sido solo que se ha retrasado un poco. La chifladura. Esta vez no entramos en modo delirio hasta la víspera del partido. Fue entonces cuando comenzaron los claxonazos por las calles. Y cuando la gente dejó de dormir en serio. Al final, no lo olvidemos, los adultos no se diferencian de los niños por la experiencia y el desencanto, sino por una razón mucho más fundamental: los adultos sí tienen dinero para travesuras.
Todo esto viene a cuento para hablarles de uno de mis especímenes humanos favorito: el forofo que termina sepultado por su propia pasión inabarcable. Pude verlo el sábado, una vez más. Y mi admiración por él no hizo sino redoblarse. El forofo al que me refiero llevaba semanas pensando en la final, solo en la final, con una mezcla de monomanía, terror y entusiasmo. Sus emociones cambiaban a cada rato y a veces veía la victoria posible y a veces imposible. Cuando peor lo veía, sin embargo, no dejaba de percibir esa única posibilidad resplandeciente: "Pero y si"
Estas semanas han estado para él llenas de predicciones, hipótesis y discusiones, de análisis de partidos pasados, evaluaciones minuciosas del rival y proyecciones tácticas del máximo nivel. En el bar nuestro hombre trazaba estrategias maquiavélicas y aseguraba que pasaba por ellas "nuestra única opción". En el trabajo, aprovechaba el reverso de los informes para dibujar alineaciones vencedoras y mejorables perspectivas de la gabarra. Lo que hacía en casa era aprovechar cada esquina para sorprender con un regate insospechado, avanzar por el pasillo tocando con el exterior un par de calcetines enrollados y levantar la cabeza, como tendría que hacer Beñat, para buscar arriba a Aduriz, que se desmarca.
El partido se convirtió para él en una obsesión. Primero pensó en verlo con los amigos y después, a medida que se acercaba la final y crecía su nerviosismo, valoró la posibilidad de ver el partido solo, para poder gritar a gusto y llorar también si era necesario. El sábado sin embargo nuestro hombre quedó con los amigos al mediodía. "Hay que vivir el ambiente a tope", se dijo. Y fue pisar la calle y notar que el ambiente se apoderaba de él. La fiesta, las bufandas, las canciones de guerra, las traineras en el suelo. Y los brindis, claro. Muchos. A las cuatro de la tarde, nuestro hombre gritaba "¡Athleeeeeetic!" en la calle del Perro. Y la multitud contestaba "¡Eup!". A las seis, con la cara pintada de rojiblanco y los ojos como reflejando una explosión atómica, se abrazaba a sus amigos y los besaba, metiéndoles la lengua hasta la nuca. "Puedo sentirlo: la ganamos", les decía con voz aguardentosa.
A las nueve y media, cuando empezó el partido, lo que hacía nuestro hombre era dormir en un callejón de Indautxu al que nunca recordará cómo llegó. Llevaba puesta una camiseta de la Cultural Leonesa y le faltaba una zapatilla. Abrazaba una muñeca hinchable que se parecía mucho a Messi. En el bolsillo del pantalón guardaba una solicitud de inscripción en la Peña Mari Lacruz de Trebujena. Cuando despertó, sobre la medianoche, apenas conseguía sostenerse en pie. No recordaba nada, pero tenía la certeza de que había organizado una buena. No había visto la final. Otra vez. Pero allí afuera había mucho ruido. ¿Qué habría pasado? Con el corazón en un puño y el resto del organismo en un vertedero, nuestro hombre, mi clase preferida de forofo, buscó la salida del callejón. Tenía que enterarse. Sin saber si iba a encontrarse con una atroz realidad o con la noche de Reyes más feliz de su vida, avanzó haciendo eses y resoplando, intentando entender qué diablos habría pasado, muerto de miedo y también de esperanza, deplorable y aturdido, dispuesto a todo.
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