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Bahía de las Águilas, un auténtico paraíso.
Caribe extremo

Caribe extremo

En República Dominicana, uno de los destinos caribeños más populares y masificados, aún se pueden conquistar exquisitas playas desiertas

Luis López

Domingo, 16 de noviembre 2014, 17:08

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Hemos titulado este texto 'Caribe extremo' por dos razones. Primero, porque esto va de dos playas que responden al ideal de paraíso tropical total. Y, segundo, porque están situadas en los confines de República Dominicana: una en el extremo oeste, a dos pasos de la frontera con Haití; y otra en la isla Saona, en el Parque Nacional del Este.

Ambos arenales destacan en un país pródigo en parajes idílicos y eso ya tiene mérito suficiente. Pero es que, además, el hecho de ubicarse en lugares remotos, de difícil acceso, les ha preservado de la llegada de esas hordas enrojecidas que aniquilan la magia a base de reggaeton a toda leche y tragos en vasos de plástico. Aquí no hay de eso. La arena es blanca y brilla, y el mar escamado por los reflejos combina todos los tonos posibles de azul. Tumbados a la sombra o flotando en el agua mansa, el único sonido que escucharemos es el de los lametones suaves del mar en la orilla.

El cielo está en la Bahía de las Águilas, diez kilómetros de playa desierta cuyo disfrute exige sacrificio. Llegar no es fácil. Hay que viajar al extremo oeste de República Dominicana, un recorrido que, por otra parte, tiene su atractivo porque la carretera bordea el Caribe. A medida que se aleja de Santo Domingo el paisaje se vuelve más agreste y los pueblecitos de pescadores, más tranquilos. La excursión merece varias jornadas. El último tramo abandona la costa y bordea el parque nacional Jaragua, donde bosques de cactus se yerguen anclados en rocas afiladas y porosas. Sobre el asfalto, nubes de mariposas.

Justo antes de llegar a Pedernales, en la frontera con Haití, hay que tomar una pista de vuelta a la costa en dirección a Cabo Rojo, bautizado así porque la tierra y el polvo que lo cubre todo tiene ese color y dibuja un paisaje que recuerda mucho al 'outback' australiano. Luego, se llega al pueblecito pesquero de Las Cuevas. Hasta hace unos meses el único modo de continuar desde aquí a Bahía de las Águilas era en bote. Sin embargo, acaban de habilitar una pista de tierra y piedras que permite desplazarse por el interior en coche y que ha disgustado mucho a la población local que, por otra parte, había llegado a exigir unos precios absurdamente altos por el transporte por mar.

De momento, esta facilidad en el acceso apenas es conocida y no ha disparado la afluencia al arenal. En la visita a la que nos referimos únicamente había una familia local resguardada a la sombra de la vegetación. No hay palmeras aquí. Sólo arbustos violentamente verdes y árboles cuyas ramas forman como cuevas frescas sobre la arena blanca donde dormitan grandes lagartos que huyen ante la presencia humana. A pocos metros, el agua prístina. Incluso sumergidos en ella hasta el cuello se ve con nitidez el fondo y los peces que se acercan curiosos. Hay estrellas de mar grandes y rojas, y caracolas que allí llaman lambí y que cocinan en leche de coco. Varias decenas de metros más allá, corales.

Canto de la Playa

Canto de la Playa es otro rollo. Este arenal está ubicado en la isla Saona, al sur del Parque Nacional del Este, hasta donde todos los días llegan botes y catamaranes repletos de turistas que hacen una excursión de un día desde los resorts de Punta Cana y Bávaro. Zarpan del delicioso pueblito de Bayahibe, un remanso salvo cuando arriban y se van los autobuses.

La cuestión es que la mayoría de las compañías se quedan en las primeras playas de Saona, tapizadas de tumbonas y de vendedores ambulantes. A Canto de la Playa, en el extremo más oriental, llegan pocas embarcaciones y aquí la selección natural es vía económica porque la escapada es cara. Pero los setenta dólares por cabeza merecen la pena. Aquí no hay música atronadora como en los demás arenales, y los reducidos grupos de turistas que llegan se pueden dispersar y conquistar amplios espacios de privacidad. Las palmeras se mecen sobre el agua turquesa y la arena de tan blanca parece irreal. A unos cien metros del litoral hay una zona interesante para el snorkel, con arrecifes donde conviven peces de todos los colores y anémonas oscilantes.

La excursión incluye posterior comida en Mano Juan, que con su medio millar de habitantes es la única población estable de la isla. Langosta buena, pescado, pasta, pollo, frutas... Todo al fresco de las palmeras y con restos de salitre en la barba.

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