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La imponente escalinata es uno de los elementos más valiosos del edificio, que ha perdido su lustre con el paso del tiempo.

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La imponente escalinata es uno de los elementos más valiosos del edificio, que ha perdido su lustre con el paso del tiempo. Iosu Onandia

Los últimos palaciegos de los Álava

Media docena de vecinos resiste en la decadente casona de Vitoria donde durmieron Francisco I o Wellington. Marruecos la acaba de comprar y promete cederla

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Jueves, 1 de marzo 2018, 00:29

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Parece mantener intactas sus nobles hechuras. Pero lo suyo es pura fachada. Y ni eso. Porque está ajada, asediada por las grietas y cubierta por una tupida malla antidesprendimientos, como si alguien le hubiera colocado encima una suerte de mortaja diseñada para cadáveres arquitectónicos. Aunque lejos de descomponerse, de puertas para adentro la vida sigue en el Palacio de los Álava-Esquivel igual que en cualquier otra comunidad de vecinos. También con sus pequeños dramas cotidianos, como en una especie de versión palaciega de aquella descacharrante historieta del ‘13 rue del Percebe’, solo que entre arcos de medio punto, hermosísimos relieves y bellísimas molduras ornamentales.

Hoy la casona está habitada por media docena de inquilinos, los últimos palaciegos de los Álava, que llevan años soportando un continuo goteo de problemas producidos por el imparable deterioro del imponente inmueble que, a su vez, han derivado en un aluvión de compromisos incumplidos, de informes y de expedientes que se han ido amontonando, hasta desbordar, algún escritorio de Patrimonio. En los cimientos de todo este lío se encuentra el conflicto, rayano en lo diplomático, que Vitoria mantenía abierto con Tánger –propietaria del inmueble–, que durante años ha escurrido el bulto a la hora de hacerse cargo de las reparaciones urgentes, imprescindibles para frenar su decadencia.

Y cuando el asunto parecía estar enquistado, el Gobierno de Marruecos acaba de comunicar que ha adquirido el edificio a la administración municipal de Tánger con la intención de cederlo más tarde, sin coste, al Gobierno de España. La noticia deja a la expectativa a los que viven –más bien, resisten– entre las ajadas cuatro paredes del imponente palacio de la Herrería. «Habrá que ver si esto cambia algo», resuelven, entre escépticos y hastiados, los vecinos.

A comienzos del siglo XX, en línea de lo que sucedió con otras casonas del Casco Viejo, la propiedad del edificio, levantado en 1488, decidió cambiar su configuración para distribuirlo en varios apartamentos, con dos portales (los números 24 y 26 de la calle Herrería) que albergan ocho grandes pisos en el edificio central y cuatro más en el ala izquierda, la ampliación que construyó el heredero Ricardo de Álava en 1865 y que originalmente llegó a acoger, entre otras dependencias, el salón de baile. Al principio, las viviendas de altísimos techos –alcanzan los cuatro metros– y enormes ventanales estaban pensadas para acoger familias pudientes. Pero con el tiempo, el perfil de arrendatario ha cambiado.

Ante el deterioro de las viviendas y la pasividad de la propiedad para remozarlas, muchos han decidido embalar sus pertenencias y hacer el petate. El último inquilino, hace sólo unos meses. Otros aguantan en sus hogares, pagando religiosamente el alquiler. Aranzazu, la del tercero, lleva cuarenta años viviendo allí. Es la arrendataria más antigua. «Yo me quiero marchar, pero me dicen que aguante, a ver si ahora la situación mejora», suspira la mujer, que recibe en bata, abrigadísima ella. «Hay grietas y goteras y la humedad aquí es horrible. Hay muchos días de invierno que me tengo que ir a casa de mis hijas porque no se puede ni estar», se queja.

La fachada del histórico edificio lleva años cubierta por una malla antidesprendimientos. Los nquilinos del noble inmueble han realizado reformas en el interior de los apartamentos en los últimos años. Iosu Onandia
Imagen principal - La fachada del histórico edificio lleva años cubierta por una malla antidesprendimientos. Los nquilinos del noble inmueble han realizado reformas en el interior de los apartamentos en los últimos años.
Imagen secundaria 1 - La fachada del histórico edificio lleva años cubierta por una malla antidesprendimientos. Los nquilinos del noble inmueble han realizado reformas en el interior de los apartamentos en los últimos años.
Imagen secundaria 2 - La fachada del histórico edificio lleva años cubierta por una malla antidesprendimientos. Los nquilinos del noble inmueble han realizado reformas en el interior de los apartamentos en los últimos años.

Aranzazu, que vive con parte de su familia bajo el mismo techo donde fueron alojadas ‘celebrities’ de la historia como Francisco I de Francia o Lord Wellington, paga una renta antigua «que no llega ni a 250 euros y ellos se encargan de todos los gastos». Con ese ‘ellos’ que la mujer no acierta a concretar, se refiere a la firma de administración de fincas designada por el Ayuntamiento de Tánger.

Al visitante le puede llegar a parecer encantadora esa decadencia, propia de una villa romana o de una mansión habanera. La escalera, imponente, tiene los peldaños combados y agrietados de tan gastados. La madera ha perdido todo su color y ahora presenta un aspecto blancuzco. A cada paso, los escalones emiten un crujido quejoso. Del estucado de las paredes, que crea un logradísimo efecto trampantojo de aspecto marmóreo, cuesta diferenciar entre las abruptas grietas y las vetas pintadas. Los techos están repletos de desconchones y las molduras de escayola se han ido desprendiendo. De las lámparas majestuosas, de los coquetos apliques no queda ni rastro: solo se aprecian marañas de cables a la vista.

Reformas

Pero el encanto torna en desesperación cuando no hay más remedio que convivir con un edificio carcomido por problemas estructurales, en absoluto sencillos de subsanar. Su catalogación de edificio de valor excepcional hace que hasta la más mínima obra que los vecinos tengan que realizar en sus hogares, por cotidiana y menor que pueda parecer, tenga que contar con el visto bueno de los expertos en patrimonio. Al menos, esa es la teoría. Basta con traspasar cualquier apartamento para caer en la cuenta de que las reformas –más o menos afortunadas, más o menos ajustadas a la legalidad– se han sucedido en los últimos años. En el interior de los pisos, las históricas tarimas de regia madera han sido sustituidas por ramplón parquet flotante, los frescos se han cubierto por capas de pintura y las históricas molduras y ornamentos se han cubierto con escayolas y pladur.

Julio Gorman se reformó su apartamento hace solo unos años. «Soy consciente de que la casa no es mía, pero tengo contrato para 15 años y quería vivir decentemente», sostiene, mientras hace de cicerone, orgulloso, por su enorme piso. El vecino asegura que gastó «unos 30.000 euros» en unas obras que se encontraron con numerosos problemas. Y, aunque él no tiene «nada claro qué pasará a partir de ahora», parece decidido a no moverse de allí. «Hay muchos intereses en este edificio y por eso se ha exagerado sobre su situación», sostiene. «Los problemas que hay son fruto de la dejadez de muchos años, pero son solucionables. Ahora que parece que van a cambiar las cosas, quien sea tiene que actuar». En efecto, las cosas de palacio van despacio.

Herencias, deudas de juego y un testamento

La historia de cómo un palacio medieval levantado en pleno corazón vitoriano, propiedad de una de las familias más poderosas de la provincia, pudo pasar a manos de un ayuntamiento marroquí daría para una de esas series de época, basada en las peripecias de una noble estirpe. Complejas herencias, disputas familiares, una deuda de juego y un testamento agradecido, con un punto nostálgico, han marcado el devenir del Palacio de los Álava-Esquivel, que hoy languidece, con su coqueto jardincito donde crecen palmeras y unas acelgas despistadas, a la espera de ser traspasado al Gobierno de España.

El último Álava con llave del Palacio de la Herrería en el bolsillo fue Ricardo Álava y Carrión, un hombre que, al parecer, era tan poco hábil con el juego como con las finanzas. Cuentan que, de tapete en tapete, acabó dilapidando la fortuna que había heredado de sus padres. Fue una mala partida la que, precisamente, le obligó a desprenderse del último vestigio del poder de su familia. De su mala fortuna se benefició Joaquín Ignacio de Mendieta, un político que se hizo con la casona como pago de la deuda de juego. Su último descendiente fue Ignacio de Figueroa y Bermejillo, que luchó en la guerra de África, donde cayó herido. Le trasladaron a Tánger, donde le dispensaron cuidados tan excelsos, que el hombre decidió que cuando muriera, legaría parte de sus bienes a la ciudad. Y, así fue. En 1953, cuando Tánger todavía era un protectorado Español –su independencia plena no llegó hasta el 56–, el hombre murió sin descendencia, así que su legado pasó, tal y como recogía su testamento, a la ciudad marroquí.

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