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El pequeño Pedro Egaña fue testigo de la Batalla de Vitoria desde la calle Herrería, donde vivía, cerca de la iglesia de San Pedro.
«Las balas de cañón silbaban por encima de la iglesia de San Pedro»

«Las balas de cañón silbaban por encima de la iglesia de San Pedro»

El relato de la Batalla de Vitoria del niño Pedro Egaña, que más tarde fue uno de los grandes políticos alaveses del siglo XIX, revela que los vecinos se escondieron en los sótanos hasta que apareció el General Álava con sus jinetes

Francisco Góngora

Martes, 16 de mayo 2017, 01:13

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Pedro Egaña (Vitoria, 1803-Zestoa, 1885) fue uno de los grandes políticos alaveses del siglo XIX. De familia guipuzcoana, defensor acérrimo de los fueros, ocupó carteras de ministro en el gobierno español y fue diputado general y diputado a Cortes. Cuando tenía 10 años fue testigo directo de la Batalla de Vitoria. Escribió su testimonio el 23 de junio de 1884 en el periódico El Anunciador Vitoriano, un año antes de morir, cuando se había organizado un homenaje al general Álava. La veracidad de lo ocurrido contado por un niño estremece y subraya la importancia histórica, simbólica y sentimental que para Vitoria tenía esa fecha, consagrada para siempre como icono de la ciudad en su monumento más emblemático situado en la plaza de la Virgen Blanca. Este es el relato.

«Los que habían sido invencibles en el puente de Arcola, en Jena, en Austerlitz y en tantas otras partes, derribando como si fueran castillos de naipes los tronos seculares que habían osado resistirles, vinieron a lanzar su grito de agonía en las márgenes del Abendaño y del Zadorra». Se refiere a los franceses y coloca al río Abendaño a la altura del Zadorra en el devenir de la batalla. Pocas veces se había hecho esa mención tan localista.

«Tres grandes figuras se destacan», continúa el fuerista, «en aquella memorable jornada: la del ilustre duque de Wellington, que mandaba el ejército aliado hispano-anglo-portugués; la del general Morillo, que, después de tres encarnizadas y sangrientas cargas a la bayoneta, logró arrojar al enemigo de las alturas de Picozorroz (entre Eskibel y Gometxa), coronadas de cañones, continuando la persecución de los fugitivos hasta Salvatierra, después de vendarse ligeramente en Vitoria las heridas recibidas en la lucha; y por fin, la del bizarro joven Miguel Ricardo de Álava, que cuando todavía ocupaban los franceses parte de la ciudad y sacaban apresuradamente de las casas los tesoros acumulados en sus años de dominación penetró resuelto y animoso el primero a la cabeza de un fuerte pelotón de caballería inglesa en su pueblo natal, para libertarlo, como lo libertó del incendio y el saqueo».

«Todavía recuerdo con emoción las peripecias de aquel terrible y glorioso día. Estudiaba yo a la sazón latinidad en el pequeño pueblo de Murua, hermandad de Cigoitia, en la provincia de Álava, y mis padres me habían hecho venir a su lado la víspera de la batalla. Era esto el año 1813. El 21 de junio fue desde antes del amanecer un día de horror.

Pasaban silbando las balas de cañón por encima de la torre de San Pedro, pegada a nuestra casa, número 57 de la calle de la Herrería. Mi santa madre, rodeada de los más pequeñuelos de sus hijos, se había refugiado como sitio más seguro en el sótano de la casa. Mi señor padre, gran patriota, que seguía con afán mezclado de natural temor los azares de la lucha se atrevió, cuando empezaba a iniciarse la retirada de los franceses, a salir al jardín. ¿Cómo el mayor de sus hijos que contaba ya diez años y era además curioso y un tanto atrevido había de dejar de seguirle? Sonaban aún las descargas de fusilería y tronaban los cañonazos; pero los vecinos de las casas inmediatas, siguiendo nuestro ejemplo, se agolparon en la escalera de piedra que todavía subsiste y mira a las Cercas Altas que rodean la ciudad, cuando a cosa de las seis de la tarde un ruido indescriptible y repetido de pisadas de caballos nos anunció que se aproximaba alguna fuerza. ¿Era amiga o contraria? Pronto salimos de la duda. Era el joven ayudante vitoriano del duque de Wellington seguido de dos nutridos escuadrones ingleses.

Un hurra general resonó en el espacio. «¡Viva el general Álava!, ¡Viva Alava!, ¡Viva nuestro salvador!», gritamos alborozados los de la escalera, entre los cuales había una señora que conocía mucho y había tratado de niño al ilustre caudillo alavés.

«¡Silencio Tomasa!»

«¡Silencio!, gritaba este sin detener el galope de su caballo, pero visiblemente conmovido. «¡Silencio Tomasa, que aún hay peligro!». Y mientras tanto los franceses sacaban atropelladamente de la iglesia de San Pedro convertida en almacén, lo que podían de sus vestuarios.

«Y los alojados a quienes no todos los vecinos abrían sus puertas cuando volvían del campo de batalla a recoger sus equipajes cargaban sus mulas con parte del botín, y pronunciada al anochecer la retirada de los 80.000 franceses, quedaban abandonados en los campos intermedios entre Vitoria y el antiguo camino real de Francia por Betoño, sobre quinientos furgones y coches cargados de riquezas que el día siguiente eran despojo, más bien que del vencedor, del vecindario. Entre esos coches estaba el del intruso rey José que venía retirándose con todo su ejército desde Burgos».

«¿Cómo olvidar aquel glorioso día?»

«Mientras escribimos estas líneas, la provincia de Álava y la ciudad de Vitoria estarán cumpliendo un patriótico y religioso deber de gratitud, depositando con gran pompa en el cementerio de Santa Isabel de la capital de Álava los restos mortales del que salvó de una desgracia semejante a la que por aquellos tiempos sufrió nuestra hermana San Sebastián; restos preciosos que a causa de nuestras continuas guerras y revoluciones yacían hace un tercio de siglo sepultados em tierra extranjera".

«¡Bien por los reconocidos vitorianos!»

«Y ya que mis achaques y mis años no me han permitido acompañarles en esa patriótica peregrinación a Barèges donde estaba enterrado el general Álava ni me es dado asistir hoy a la triste y piadosa ceremonia que a estas horas se estará celebrando, reciban al menos en estos renglones, salpicados de dulces lágrimas, la expresión de dolor y simpatía de uno de sus más afectos paisanos».

«El general Miguel Ricardo de Álava fue en vida gran amigo de mi señor padre; y cuando después de la terrible acometida que todas las fuerzas carlistas reunidas al mando de Zumalacárregui dieron a Vitoria l 16 de marzo de 1834 pasé a Madrid en comisión del Ayuntamiento y la milicia urbana de dicha ciudad en dar cuenta verbal del glorioso resucitado de aquel suceso, me acogió como a un hijo».

«El 21 de junio debiera ser para los vitorianos como el 2 de mayo es para los habitantes de Madrid. Yo recuerdo que en mi juventud se celebraba ese día una solemne función religiosa a la que asistía todo el pueblo, en acción de gracias al Todopoderoso, recordándose con tal motivo el inmenso servicio que nos prestó uno de los más preclaros varones de la tierra éuscara. No sé si conserva hoy tan santa y justificada costumbre».

(NOTA: la señora Tomasa a la que pidió silencio Álava era Tomasa de Urdangarin, casada con Justo Mendizabal, muy conocida por el general).

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